“También de tristeza se enferma la gente”
Abrazó la pequeña muñeca con fuerza, se sentó en la orilla de la cama, se acomodó como si la actividad que estaba a punto de llevar a cabo requiriera una preparación en forma y lloró.
Cada lágrima representaba un esfuerzo físico, era como si el alma se le escapara por cada suspiro que se adueñaba de sus sonidos acongojados. El dolor era transmitido. Afuera de la alcoba el cielo descampado quería también llorar aquella tristeza ajena.
El caballero con manos de seda se dopaba con el fresco aroma de lluvia que inundaba la ciudad. La camisa verde se mojaba con cada gota de agua que se desprendía desde aquellas nubes furibundas derretidas a fuerza de amor.
Sobre cada tumba del cementerio “San José” caían las lágrimas de aquel cielo enlutado, reflejo de los ojos de cielo que se resecaban en desesperación. El agua tibia penetraba como sentimiento en el alma virgen. El agua rehidrataba la muerte guarecida en aquel espacio sin sol.
La mano maternal también sufría desde el nirvana, sin la posibilidad de consolar aquella alma en pena, moribunda del placer de sentir vida en ese vórtice de dolor. El ángel lloraba también mirando aquel último recuerdo, la soledad y el desamparo.
Desapareció; casi como si nunca hubiera estado ahí, sin embargo de pronto el caballero con manos de seda tuvo el suficiente dinero para adquirir el ramo de flores para llevarle a la niña con ojos de cielo. Gerberas color de rosa, amarillas y naranjas. La ilusión hervía bajo la piel de esas manos de seda.
El hombre con temperamento de hielo y control de acero cedía ante aquel toque liviano de la niña con ojos de cielo.
Sin posibilidad de mirar el rostro de aquel benefactor rompe reglas las manos de seda limpiaron los ojos de cielo y aquellas gerberas florecieron contra todo pronóstico, así, como las rosas en el invierno.