Su padre era un exitoso músico, vendía miles de copias cada día. Un exitoso músico, sí. Todo iba bien, una hermosa esposa, lujosa casa, unos hijos fantásticos, un perro obediente que daba la pata. «Feliz». Robert siempre trabajó en su pequeño estudio, aislado del resto, cerrando la puerta con llave. Un día su hijo volvió de la escuela y lo fue a buscar al cuarto donde creaba su música tan bella y especial, la puerta estaba cerrada. «Preocupado». El pequeño de diez años llamó a la puerta varias veces —Papá, ¿estás ahí?— preguntó y preguntó, pero aquella pregunta nunca obtuvo respuesta, no una respuesta sonora, no la voz dulce de su padre, pero sí una respuesta más gráfica, horrenda. «Horror». John, el hijo, se agachó y miró por el hueco de la cerradura de la puerta, pero nada vio, puesto que la llave obstruía la visión. Ingenioso, buscó un alambre y comenzó a trabajar arduamente en su afán por quitar el obstáculo para ver qué había dentro, o qué no había. De pronto se oyó un clic y la luz pasó a través del agujero donde hubo antes una llave. Observó y visualizó al infierno mismo. Oh, Dios, su padre estaba colgando del techo, ahorcado por medio de una corbata. Allí estaba, tieso, con una lágrima que caía por su rostro descolorido. El mundo se volvió taciturno por unos instantes, John salió corriendo y nunca más quiso volver a pasar cerca de ese lugar, ese que una vez fue el sitio de su padre, el bastión de la creación, el estudio, donde pasaron juntos horas y horas, tocando la guitarra, cantando, disfrutando. Era un pozo, un pozo que conectaba con el averno y allí había saltado Robert.
Con mucho esfuerzo, John salió adelante. Se volvió un músico famoso, se casó con Mary, una bella y dulce mujer, tuvo dos hijos y un peludo gato muy simpático. «Feliz». Una noche lluviosa, John decidió salir a dar una vuelta. Saludó a todos, con cierta melancolía en su mirada y los abrazó, los estrujó tan fuerte como si no fuese a volver nunca. Besó por última vez a su amada. «Triste». Volvió a su casa de la infancia, esa imponente mansión donde residió una vez su difunto padre. Ese día hacía veinte años que se había suicidado.
Su madre había fallecido hacía quince, de angustia y dolor por la pérdida de su amado esposo. John entró en silencio a la casa, la recorrió con angustia, recuerdos llegaron a su mente. Afuera diluviaba, relámpagos azules surcaban los cielos oscuros y repletos de nubarrones. John estuvo entonces en el corredor donde nunca jamás quiso volver, hasta ese momento. «Horror». Tanteó la puerta, estaba cerrada. De su bolsillo sacó una llave, su mano temblaba sin cesar. Se agachó y miró a través del hueco de la cerradura, un relámpago pasó cerca e iluminó la habitación, estaba vacía, por ahora. John temblaba, pero hizo un esfuerzo y logró colocar la llave, lentamente la giró y un ruido chirriante indicó que la puerta se abría por inercia, sola. Ingresó, atemorizado, y se colocó en el medio de la habitación. El mundo se volvió taciturno por un instante. Abrió su chaqueta y revolvió un bolsillo buscando algo, la seriedad imperaba su rostro, era casi inexpresivo, era un rostro de piedra, sólido. Sacó el objeto de su bolsillo y lo apoyó en el escritorio, salió y cerró la puerta con llave.
Bajó las escaleras y ya pronto se halló fuera de la casa. Una sonrisa se dibujó en el rostro de John, una sonrisa cálida y feliz. El cielo aclaró y los primeros rayos del sol se dieron a conocer. Partió a casa, abrazó a sus seres queridos y pensó —Te amo, papá—. La foto que John dejó en el viejo estudio, era de él con su padre, de hacía 20 años, y la dedicatoria era de una canción que John le había hecho especialmente para esta ocasión.





Escrito por Kevin Emanuel De Poli ©
01/04/2014 11:18am