Tendría 13 años; lo sé porque todavía no conocía a Pablo, que llegó a la casa de enfrente, justo el día en que cumplía los 14.
Aunque no recuerdo muy bien la fecha exacta, de lo que si me acuerdo es que había un ambiente denso en casa y yo ya sabía reconocer en el aire cuándo se avecinaba una tormenta; una doméstica quiero decir. Era como si las cosas ya no tuvieran el mismo color porque una fina película gris lo cubría todo; hasta los espejos tan bien mantenidos siempre por Anabel, mi madre.
Ella decía que los espejos eran multiplicadores y que debían reflejar nítida y bellamente sólo las cosas buenas y positivas para que todo aquello se repitiera infinitamente y fuéramos siempre felices.
Pero ese día, a pesar de que era claro y luminoso afuera, la casa estaba... vestida de temporal.
Hasta entonces, creía que la única persona que notaba el ambiente enrarecido era yo pero era obvio que Anabel también sentía algo porque se veía nerviosa; tanto, como para limpiar una y otra vez la mesa de la cocina y mirar constantemente el reloj. Recuerdo que estaba especialmente bonita porque en sus ojos había un nuevo brillo y, por primera vez en mucho tiempo, se había dejado el cabello suelto. Tenía una hermosa melena negra, aunque no era natural; se la pintaba para ocultar las canas y a pesar de que tomaba todas las precauciones para que nadie en casa la descubriera, más de una vez, se le olvidó tirar el tubo de la tintura en la basura de la calle.
Mi madre era siempre muy cuidadosa tejiendo sus pequeñas intrigas pero también torpe dejando pistas por todas partes. De todas maneras su pelo era hermoso.
Yo, siempre trataba de tapar sus descuidos porque me daba pesar con ella. No quería que después de haberse tomado tantas molestias, alguien la descubriera y la pusiera en evidencia. Como cuando hacía dieta y renegaba porque se mataba de hambre pero aún así no perdía peso. Todos nos solidarizábamos y tratábamos de no comer golosinas delante de ella para ayudarla.
Sólo yo sabía que todos los días, Anabel engullía una pequeña barra de chocolate después de cada comida. ¡Uff! Pobrecita, bebía su té amargo al desayuno y nosotros solo café y poco más para no tentarla desde temprano. Cuando recogía los platos, iba partiendo pequeños trozos de chocolate y zampándoselos rápidamente al darse la vuelta. Creo que ni los saboreaba porque era tanto su afán de comerlos sin que nos diéramos cuenta que los tragaba sin siquiera masticarlos.
Hacía tiempo la había descubierto porque se había olvidado el empaque en el bolsillo del delantal y cuando me pidió que se lo llevara para lavarlo, noté enseguida el bultito del papel arrugado así que me deshice de el. A partir de ese momento, empecé a observarla con atención no tanto para vigilarla; más bien para evitar fuera dejando rastros de sus “secretos.”
Haría cualquier cosa por mi madre y me he esforzado toda la vida por complacerla. Yo he sido su soporte en todo pero, nunca, nunca lo fui con Esteban. No; con el, prefería no tener nada que ver; por eso me fastidió tanto que ese día, me pidiera que fuera a despertarlo. Sabía que no le hacía gracia que lo despertaran y menos después de haber trabajado hasta tarde pero yo estaba tan furiosa que subí corriendo las escaleras haciendo mucho ruido.
Encontré la puerta entreabierta por lo que sólo tuve que empujarla un poco, para ver que las cortinas estaban totalmente abiertas y dejaban entrar de lleno toda la luz del medio día; entonces recordé que Esteban no podía dormir con luz, así que entré cautelosamente en la habitación y vi que se removía en la cama pero después de unos minutos continuó durmiendo aunque, extrañamente, no roncaba. Empecé a llamarlo mientras me acercaba hasta él, primero muy bajito, con un susurro y luego cada vez más alto. Me quedé parada en seco cuando noté que su brazo se ponía rígido y la mano se crispaba como una garra. “Me va a pegar”, pensé y me preparé para salir corriendo pero no se incorporaba y yo no podía ver si estaba despierto porque me daba la espalda.
Cuando estuve segura de que continuaba durmiendo, seguí acercándome. Escuchaba los latidos de mi corazón, pum, pum. Pum, pum y creía que se me saldría del pecho porque tenía miedo; él, se ponía de muy mal humor cuando lo despertaban, y empezaba a manotear sin fijarse si le pegaba a algo o a alguien. Temblando, le toqué el hombro y me alejé rápidamente pero no reaccionó. Lo volví a tocar, esta vez un poco más fuerte y tampoco se movió. Lo sacudí dos veces más pero seguía quieto; entonces, subí por encima de él para verlo de frente y me encontré con sus ojos, muy abiertos y llenos de agua como cuando quieres llorar y las lágrimas no terminan de caer. Me asusté; pensé que me daría una bofetada y bajé de un salto de la cama. El pánico empezó a apoderarse de mí. Yo no había hecho nada, sólo había ido a despertarlo y ahora él estaba ahí tirado como en shock y me había mirado de una forma muy extraña. Corrí a la puerta y llamé a mi madre; vi como se asomaba desde la cocina frotándose nerviosamente las manos para preguntarme, ¿Ya?
No entendía y le dije que algo le pasaba a mi padre, bueno, a Esteban porque tenía los ojos abiertos y no hablaba y mientras iba enlazando torpemente estas palabras, me preguntaba por qué ella estaba ahí sin hacer nada. Volví a la habitación y al ver el cuerpo sobre la cama, comprendí que estaba muerto.
Empecé a caminar por toda la estancia. No podía ni parpadear; mis hermanas estaban abajo con mamá que les prohibía que subieran. No podía entender lo que les decía pero sí sabía que no quería que vieran a su padre así y yo tampoco, entonces traté de taparle con la sábana; sabía que a los muertos se los tapa siempre, o al menos así lo había visto en muchas películas. Tiré fuerte de la tela pero sólo conseguí cubrirle la cara. Su brillante cabeza sobresalía por la parte de arriba y qué patéticos se veían esos únicos cuatro pelos que la poblaban y que eran motivo de mis constantes burlas secretas.
Oí cuando Anabel subía la escalera y sentí deseos de vomitar así que fui corriendo al baño de la habitación y esperé allí mirando fijamente el inodoro.
Cuando escuché que mi madre llamaba a la ambulancia, reaccioné y tiré de la cadena. Esperé un poco y salí directo a mi cuarto. Nadie logró sacarme de allí hasta bien entrada la noche cuando mi abuela y mi tía vinieron a verme con un helado de Stracciatella, mi favorito.
La casa estaba llena de gente; parecían insectos que, bbbbzzzzzz, susurraban todo el tiempo. Mónica, no paraba de hacer café y Josefina preparaba sándwiches de atún. “Fue todo tan sorpresivo decía”. Mis hermanas se habían ido a la cama y mamá se mecía en su mecedora, mirando al piso; tenía el pelo recogido otra vez y estaba vestida totalmente de negro.
Velamos a Esteban en el tanatorio de su pueblo y lo enterramos allí junto a sus padres. Mi madre se veía más cansada y más vieja que nunca; entonces, sentí compasión por ella. Me preguntó si estaba triste pero yo le dije que todavía no entonces, acarició mi cabeza y me dijo: “Mi niña, mi niña, ahora todo va a cambiar”. Sabía de qué hablaba. Esteban ya no estaba y yo pensaba que por fin seríamos una familia normal. No más gritos, ni borracheras, ni palizas. Ahora en la casa se podría respirar porque el velo opaco había desaparecido y las cosas tenían luz propia.
Mis hermanas llevaban muy bien la muerte de su padre pues casi no hablaban de él y hasta nos habíamos vuelto amigas.
Esa navidad, visitamos a Mónica en la montaña. Me gustaba ir porque podía hacer todo lo que quisiera como dormir en el salón junto a la chimenea, hablar hasta muy entrada la noche, comer chocolates para entrar en calor o pasarme el día en pijama; pero lo mejor, era ver la colección de arañas de mi tía.
Era zoóloga y sentía pasión por esos animales. Tenía un magnífico invernadero con más de 80 especies y por primera vez, me dejó acompañarla para alimentarlas. Aprendí mucho entonces y decidí que quería ser zoóloga como ella.
Abril llegó pronto y la casa de enfrente por fin se había vendido. Nuestros nuevos vecinos llegaron una noche, muy sigilosamente. Yo estaba despierta porque siempre me desvelo el día anterior a mi cumpleaños, así que mientras esperaba a que me venciera el sueño, soñaba despierta mirando la oscuridad por la ventana. Aunque estaba oscuro, lámpara del portal iluminaba lo suficiente como para ver a Pablo que era el más alto del grupo. Todos eran silenciosos, en especial, Mariana, la madre. Tenían dos hijas: Isabel y Nina, de la edad de mis hermanas por lo que hicieron amistad con nosotras. A veces se quedaban a comer en casa y mamá preparaba deliciosos postres y dulces. Ya no hacía dieta pero curiosamente estaba, por fin, en su peso y más hermosa que nunca. Mariana iba de vez en cuando a buscar a las niñas pero no hablaba largo rato con nadie. Se refugiaba en su casa todo el día; ni siquiera iba a hacer las compras. Las hacía Pablo.
Mamá trataba, en vano, de hacerse su amiga y la invitaba constantemente pero ella se negaba amablemente. Nina también era callada pero no tanto como Isabel. Las dos tenían la mirada huidiza y triste y nunca hablaban de sus padres a pesar de que siempre les preguntábamos por ellos.
Una noche, en la que estaba estudiando, escuché gritos en su casa. La voz de Pablo se oía claramente cuando le decía a Mariana que debía prohibir a sus hijas venir a casa y que además, no podían ser amigas nuestras. Mariana susurraba algo y de repente, sonó ¡pam! un golpe seco; en seguida oí a Pablo cuando decía a su mujer: “Te lo has buscado” luego, escuché que ella lloraba con un llanto nervioso, como reprimido. No pude dormir en toda la noche y al día siguiente le conté a mi madre lo que había pasado.
Ella asentía con cada cosa que yo le decía y cuando terminé de hablarle sin decir nada, se puso de pie y se fue a hablar por teléfono.
Tuvo que insistir mucho para convencer a Mónica de que viniera pero por la noche, mi tía estaba en casa.
Hablaba en voz baja con mi madre sobre algo que yo no podía escuchar porque estaba en mi habitación y ellas abajo, en la cocina con la puerta cerrada.
Al día siguiente, Anabel, preparó un regalo para Mariana. Era una pequeña caja decorada con motivos florales y me pidió que la acompañara a llevárselo. Pablo ya había salido a trabajar y las niñas estaban terminando el desayuno. Mientras ella y Mariana se encerraron a hablar en la habitación principal, yo preparaba a Isabel y a Nina. Las llevé a ellas y a mis hermanas hasta el autobús del colegio y me fui de nuevo a casa.
Mi madre volvió a las dos horas y me regañó por no haber ido a estudiar.
Le acaricié la mano y luego la abracé para hablarle al oído. Le expliqué que yo tenía que quedarme en casa y vigilar que todo saliera bien. Ella, al principio no entendió pero pronto, se iluminó su cara y lo comprendió. No tuve que decirle que aquella mañana de la muerte de Esteban yo, había visto las arañas flotando en el inodoro; que había tenido que tirar fuerte de la cadena para que desaparecieran y nadie las encontrara. Que no le había querido decir nada para que no se sintiera descubierta y que todo este tiempo había guardado el secreto. Que ni siquiera en mi diario lo había anotado y que como no conocíamos a Mariana, no sabíamos si era tan despistada como ella o no y que tendríamos que ver la forma de revisarlo y limpiarlo todo una vez, las arañas hubieran picado. |