El monje calcedonio Guillermo de Elche había sucumbido a la lujuria sin arrepentirse. La conciencia de su acción daba mayor realce a su boca abierta de dientes chuecos, como si lo abatiera el pasmo ante la concreción de la realidad.
Guillermo ejercía una poderosa influencia en Ovidio, un monje voluminoso a quien le conseguía raciones dobles de carnes asadas y panqueques en el refectorio a cambio de su absoluta lealtad.
Una ocasión llegaron a la biblioteca del monasterio tiranizada por Fray Cutberto: un viejo iracundo agitado cual si lo invadieran los ciclones de la Revelación.
El rostro de Fray Cutberto presentaba toda la ironía que da el contemplar los matices de la estulticia monacal hasta el hartazgo. Su calva rotunda había alcanzado cualidades esféricas, y sus orejas hacían creer que no podría escuchar por la cantidad de pelos que las atascaban.
Fray Cutberto se solazaba en jorobar a las personas que requerían algún manuscrito. Si era de los clásicos, exigía que se lo pidieran en griego o latín; si se trataba de los libros árabes prohibidos, que se lo solicitaran en la lengua de los bárbaros.
Ni Guillermo ni Ovidio dominaban tales idiomas, de modo que esos tomos inescrutables les estaban tan vedados como la serenidad a las hormigas. Pero ocurría que Guillermo requería con urgencia un mamotreto en latín sobre los versos de Severo el Templado, y no tenía tiempo ni ganas de aprender el idioma de los césares.
Así que Guillermo habló con Ovidio y planearon obtener el volumen por métodos menos ortodoxos. Se escaparon toda la mañana a recolectar correhuelas y parietarias al monte para el herbolario, y de refilón atraparon varias Uropygi Vonones, un tipo de arañas de cola de látigo caracterizadas por inyectar un veneno alucinógeno en presas que expedían el olor de la planta Mirabilis Lactea. Así que los monjes también consiguieron extractos de esa especie con el herbolario y así urdieron la manera de obtener los versos de Severo el Templado.
Guillermo fue el primero en llegar con Cutberto. Le impregnó unas gotas del jugo de la Mirabilis entre circunloquios, mientras Ovidio soltaba a la araña violenta, que brincoteó con sus patas filamentosas hasta llegar a los pies oblicuos de Fray Cutberto, al que distinguió con sus ojillos enardecidos y picó sin miramientos.
Fray Cutberto se disponía a exigirle a Guillermo que formulara su requerimiento en latín, cuando sintió el piquete y se agachó tan molesto que dejó escapar palabras nefandas de sus labios castos. Pero no pudo reflexionar en eso, pues un desvanecimiento casi instantáneo lo hizo dar con todo en el piso como costal de patatas rancias, mientras Guillermo y Ovidio aprovechaban para hurtar el tomo que requerían de la biblioteca, escuchando a lo lejos el ajetreo de los monjes en los corrales mientras metían en cintura a cuatro marranos rejegos y unas gallinas fuera de control.
Guillermo dispuso del libro y se las arregló para escaparse en la noche hacia la villa cercana, donde había un prostíbulo cuya dueña Equidna Lidia tenía fama de suscitar el placer hasta en las raíces de los premolares. Guillermo había hecho una cita con ella, pues ya se había cansado de la monotonía de su diestra.
La prostituta era una hetaira siria con una cultura vasta. No sucumbía ante la debilidad de la carne, sino frente la soberbia de sus conocimientos y el gusto por la posesión de libros antiguos.
Equidna Lidia había identificado el talante monacal de Guillermo a pesar de su disfraz de cabrero una noche tormentosa en que le bastó con observar el corte despiadado de pelo y los ojos atónitos del joven. Ya más tarde se encargó de extraerle información del monasterio, hasta que Guillermo mencionó la biblioteca y su acceso a ella. De modo que Equidna Lidia acordó darle sus favores exclusivos y gratis a cambio de que le prestara volúmenes que le regresaría a las dos semanas.
Así que Guillermo comenzó llevándole el Tomo II de las oraciones de los suplicantes descalzos, obteniéndolo al poco tiempo de vuelta. Guillermo no era demasiado observador y el deseo le había atrofiado el cerebro, por lo que no descubrió que Equidna Lidia no le devolvía los originales, sino trasuntos casi perfectos que sólo un conocedor distinguiría.
Para esas alturas Equidna Lidia había conseguido una fortuna consolando a los nobles y reclutando a hetairas exquisitas de Medio Oriente, así que se podía dar el lujo de tener bajo su mando a un grupo de artistas fracasados hábiles para las miniaturas y la caligrafía, encargados de copiar con maestría cuantos textos se posaran frente a sus ojos enervados.
Así fue como Equidna Lidia hizo pasar a Guillermo. Con languidez le pidió el ejemplar que escondía bajo su hábito, lo guardó en una mesa como si no le importara, y se acercó al monje embriagándolo con su perfume de sándalo berberisco.
En poco tiempo Equidna Lidia hizo que Guillermo alcanzara el paraíso mientras forcejeaba con su cuerpo, retorciéndose como si una horda de insectos la cabecearan por doquier, aunque en su mente ya saboreaba la nueva adquisición que integraría con sus otros trofeos.
Equidna Lidia pensó que en pocos años el acervo del monasterio de los calcedonios pasaría a su jurisdicción de seguir así las cosas. Igual y al llegar a la vejez se dedicaba a bibliotecaria para combinar sexo y conocimiento, rescatando el legado clásico de las sacerdotisas de Afrodita, que por lo menos no serían tan aburridas como las cofradías de monjes que sólo le suscitaban bostezos con sus temores y golpes de pecho luego de doblegarse ante los reclamos del vientre.
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