Por el pasillo del corredor surge el muchacho con un fusil. Mi padre, con toda inocencia y bondad, lo invita a sentarse con nosotros, en la tranquila siesta del pueblo, bajo la parra y en medio de los mates que ceba mi madre.
El jovenzuelo está muy intranquilo, sus manos bailan de izquierda a derecha y su arma, apoyada en el suelo, entre sus piernas, se mueve al compás de estas. No era motivo para asustarse, en el pueblo muchos andan armados.
No pronuncia palabra, el silencio de la tarde se apodera de nosotros, mientras el mate pasa de mando, lentamente, tragos cortos, intensos, solo cómo ella sabe: agua sin hervir, hierba sin palo, costumbres del mate de los entierros.
Los observo con curiosidad, sus gestos y apariencia tranquila de engaño, ella no le saca la mirada a su marido, acusadora, cortante; él la evita, para no mirarla a los ojos; el muchacho se hace el desentendido, avista algo, y el que queda, un tonto que no entiende la situación.
Era su turno del mate, al estirar su brazo hacia mi madre me asusté, unas espantosas escamas lo marcan como fuego. Recordé que había escuchado una historia de campo, la del niño concebido en un baile, quemado por un padre engañado. Yo no había nacido, pero los cuentos perduran.
Mi padre lo mira, lo aturde con sus ojos, le coloca unos billetes en el bolsillo y le da una palmada. El se levanta con una sonrisa grande y arma al hombro; empieza a retirarse por la galería. Mi madre camina junto a él y lo acompaña con la mano en su brazo.