Increíble lo paralizante, aterradora y angustiante que puede resultar una cosa tonta e inofensiva: una hoja en blanco. Con mirada acusante, te observa desde la mesa, tan blanca y tan vacía, sus renglones tan perfectos y prolijos. Luego tu mente tan caótica y tan repleta, tu letra tan torpe y desastrosa. Un borrón, otro. La hoja pareciera herirse cada vez. Parchás la herida con nuevas palabras y así, entre los borrones y el terror al blanco de la hoja, vas llenándola desesperadamente.
Has finalizado y, en un primer primer momento, le negás la mirada a tu obra, temés verla y toparte con un monstruo salido de tus propias palabras. Pero al cabo de un rato necesitás hacerlo, sin importar cómo sea, qué haya resultado de ella, es tuya y crearla fue todo un acto de amor. Hay un vínculo, una conexión que no se ve, pero es tangible. Y al verla, finalmente, la expresión de espanto en tu rostro se va transfigurando en una de ternura. Sí, fue un acto de amor. A pesar de que conocés todos sus defectos, podés aceptarlos y abrazarlos como si te aceptaras y abrazaras a vos mismo.
Observás en detalle tus trazos y creés ver en ellos fragmentos de tu piel, cabellos y sangre. Observás tu cuerpo, todo escrito, borroneado y parchado. |