Afán creador

Cuando Baruj Loeb, ingeniero en robótica, descubre ser descendiente del rabí Yehuda, “El hacedor de milagros”, no imagina que iría a rescatar del ático de la Sinagoga Viejonueva de Praga el sarcófago que alberga la estatua de arcilla que moldeara hacía más de quinientos años su ancestro.

Baruj descifrará los secretos de la creación del Sefer Yetzirah y aprenderá del Kabbalah que “la materia muerta no está realmente muerta”. Esos conocimientos lo motivarán a despertar a la figura legendaria y mejorar ese monstruo estúpido y frenético creado por Yehuda.

En la soledad nocturna del laboratorio de robótica del Instituto Tecnológico de Massachussets Baruj, ataviado con el manto Talit, prescindirá de la bata blanca y de los conocimientos seculares al realizar el ritual para insuflar un hálito de vida a la escultura.

Recitará largas series de complicadas permutaciones alfabéticas mientras caminará en círculos alrededor del pedazo de tierra durmiente. Después saldrá para observar tras los cristales los efectos del rito.

Del torbellino de polvo centenario surgirá una figura humanoide. Abanicará sus brazos yermos para disipar las finas partículas de arcilla. Vislumbrará su imagen en los cristales del laboratorio, aturdido avanzará con pasos vacilantes para enfrentar su reflejo. Se frotará la cara y de la superficie facial árida y deleznable se desmoronarán limaduras.

Su aspecto monolítico le atormentará menos que el estigma alfabético en la frente que determinará su origen y vulnerabilidad, Baruj será poseedor del significado de la impresión tipográfica en relieve; uno de los setenta y dos nombres inefables de Dios.

Sin la hieriática dignidad de su hábito Baruj dirigirá la luz del Laser de CO2 hacia la frente del autómata y borrará la primera letra, quedará la palabra Met que determina su inanimación y su designio.

El corazón de Baruj será conmovido por el misterio de la vida pero no su entendimiento de hombre de ciencia. Lo dotará de inteligencia artificial y de piel digital construida de nanofilamentos de óxido de zinc.

Después de horas de incesante trabajo en el laboratorio en las que aplicará con rigor científico los conocimientos adquiridos en sus experimentos y los avances que habrá en cibernética llegará la hora de a despertar al androide nuevamente. Completará el nombre de Emet en la frente.

Tras enfriarse la nube de plasma se corporeizará la figura antropomórfica, una vez más lo primero que contemplará la mirada impávida del androide será su nueva imagen. Adorará la visión y una secreta complacencia de su fisonomía le enseñará su capacidad de sensación que confirmará al pasar su mano por la hirsuta epidermis.

El encuentro entre la criatura y su creador tendrá textura divina impregnada de terrenalidad científica. La criatura dejará caer su mirada tenebrosa sobre Baruj, él notará por primera vez que los ojos son amarillos leonados. El científico calibrará las capacidades del robot viviente, preguntará su nombre y responderá con voz vibrante y desfasada del movimiento de la boca: Golam.

La eficiencia y obediencia de Golam como ayudante de laboratorio se manifestará día a día. Sin embargo, la voz metalizada, los pasos mecanizados y el cerebro digital serán rasgos que lo separarán de los humanos. Pero su conducta casi humana es la que suscitará resquemores en el ingeniero Loeb.

El comportamiento de su creación enfrentará a Baruj con su conciencia. Una noche lo descubrirá vistiendo su Talit en herejía privada, estará en ritual mezclando una raíz de mandrágora y otros menjurjes para crear homúnculos que formarán su ejército privado porque de los humanos también obtendrá el afán de sentirse dios.