Desde tu cama, podías escuchar claramente sus pisadas, tenía puestos zapatos de tacón que la delataban, ¿verdad que era graciosa? Llegó a tu puerta y tocó pero no quisiste abrirle porque querías que sufriera. Una sed viciosa te secó la boca y una retorcida sonrisa se formó en tu rostro, sabías que iba a insistir. Tocó una vez más e imaginaste sus finos nudillos golpeando la madera que le impedía penetrar en tus dominios. Ella sabía que entrar a esa habitación significaba peligro y sin embargo iba religiosamente cada noche a visitarte, expectante de lo que puedas hacer. Tocó una tercera vez y escuchaste su susurro, sus labios dibujaron tu nombre y cerraste los ojos para verlos danzar al ritmo de tus sílabas. En momentos como ese la amabas, con todas tus fuerzas, y querías verla como un ser puro, etéreo... celestial. Volviste a oír su susurro, ahora suplicando, y te viste forzado a despertar de un sueño inexistente para dejarla irrumpir en tu espacio. Después de todo fuiste débil a sus demandas, siempre lo has sido. Entró, te miró, y pidió lo que venía a buscar. La escuchaste con calma y repetiste mentalmente cada una de sus palabras. Esas palabras cada vez te sonaban más y más inmundas, ¡No podía ser! ¡No era posible! ¡Un ser como ella no debería hablar así! Tu ira te controló a su antojo y la mató con tus ojos. Decidiste darle lo que pedía, satisfacerla por completo, pero no eras tú y lo sabías. Te hizo odiarla con el alma, y con el cuerpo le transmitiste el odio acumulado. Esa mujer sí que sabía cómo sacar lo más siniestro de ti y disfrutaba haciéndolo. Para su mala suerte, no sabía que habías decidido odiarla una última vez, porque ibas sintiendo que cada día la amabas más y eso te desquiciaba. Te decidiste, y mientras tu habitación se ensordecía con ella, la hiciste como querías: pura, etérea... celestial.
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