Hace una centuria llegaron cruzando los mares desde Europa, unas hermosas niñas con rostro de biscuit y cuerpo de cabritilla o papel maché. Mi abuelo Don Armando Hernández Cuadros, -caballero de rancio abolengo, muy reconocido en su ciudad natal Chincha-, paseaba por el jirón de la Unión en una de sus visitas a "La Tres Veces Coronada Villa". Cuando al pasar por una vitrina, quedó prendado de unos ojos de mar que le miraban con dulzura, era una de las niñas viajeras que ansiosa pedía un hogar para vivir. Le vino a la mente la imagen de su madre María Agripina, de quien no tenía mayor recuerdo que la misma mirada tierna de aquella niña. No tuvo mejor impulso que llevarle una hermanita a su única hija mujer, a la que había honrado con el nombre de su madre.
En la mañana de Navidad, a los pies del hermoso Nacimiento en la casa grande de los abuelos, dormida en una hermosa caja de fieltro, le fue entregada a la pequeña María Agripina la que sería uno de sus más preciados bienes durante toda su existencia. Nombró Pina a su nueva compañera de juegos. Pero, acostumbrada a correr a través del campo y a batallar con hombres, tuvo que sufrir varios sustos hasta aprender a tratar con delicadeza a la niña que le vino del cielo, para ensayar la tarea más noble y sublime que le tocó ejercer. Veinticinco años después María Agripina formó un hogar, y a sus cuatro hijos, de los cuales soy la tercera, nos prodigó el mayor de los cuidados y entregó todo el amor que pudo albergar en su corazón. Pina fue conservada como una princesa, sobre la cómoda de mi madre, entre encajes y un vestido suntuoso, tenía un hermoso cabello rubio oscuro que llevaba peinado con bucles. Varias veces tuvo que acudir a la clínica para reparar el daño que alguna niña visitante le hiciera. Pero ella siempre regresaba a nuestro hogar, cual ángel de la guarda para velar nuestros sueños. Ella fue la fiel compañera de mi adorada madre, testigo de sus alegrías y tristezas, hasta que sobrevino su deceso. Tal vez quiso cobrar igual suerte al extrañar a quien tanto la había amado; al poco tiempo cayó de su lugar privilegiado, desmembrada fue confinada a un claustro oscuro y se mantuvo allí hasta que un alma piadosa se acordó de ella. Mi hermano Rolando, el mayor de nosotros, un Pastor de Almas, acogió a Pina bajo su tutela. Como había sido una niña buena, merecía ser identificada con una figura sublime. Qué mejor idea que hacer de ella la representación de la Madre Universal. Sus cabellos se oscurecieron y el ropaje que recordaba una época victoriana, de lujo y esplendor, se transformó en el alba que usan los siervos de Dios, una bella puesta de sol cubrió a la adorable Pina y quedó preparada para ocupar el lugar que su benefactor tenía planeado. No sabemos cuál sería el momento en que debió ser trasladada a su nuevo hogar. Pero no se dio. Permaneció muchos años en una mazmorra oscura, húmeda y maloliente. Rolando ya no está entre nosotros, no pudo cumplir su deseo de ver a Pina en algún altar. Cierto día, buscando fotografías antiguas, encontré a Pina dentro de una bolsa, una intensa emoción invadió todo mi ser, recordé a mi madre y a mi hermano, dos seres a los que les debo mucho amor y a quienes extrañaré por siempre. Dejé a la pequeña en su lugar, pero sabía que la vida nos había unido por alguna razón.
Hace poco más de un año, me encontraba en la oficina de Sergio González, mi editor, ideando la carátula de "Mariposas en el Convento" y de pronto sentí un fogonazo de inspiración, propuse a Pina como figura central, a Sergio le pareció una idea genial. Acudí a rescatarla del confinamiento y desde ese día cambió la vida para la heroína de nuestra historia. Hoy todos conocen a Pina, a pesar de su fragilidad, está destinada a vencer en las peores circunstancias. Su sonrisa candorosa jamás se apaga y sus ojos de mar son los mismos que encandilaron a mi abuelo, dieron paz a mi madre y mi querido hermano vio en ella a la Virgen celestial Estoy segura que Pina me sobrevivirá y será por siempre un tesoro familiar. |