Tan pronto los niños se levantan, se percibe una alegría generalizada en el ambiente. Comienzan de inmediato las risas sinceras y los juegos gozosos. Todo es diferente ese día en especial, e incluso los adultos lo pueden notar con claridad. De hecho ellos también son felices durante las próximas horas, al recordar sus épocas pasadas de infancia cada vez que ven a los pequeños propios ajenos divertirse tan singular y puramente. Es una pena que ellos ya no estén invitados al festejo, pero igual lo disfrutan poniéndose en el lugar de los que todavía pueden hacerlo. Los niños, al menos un día al año, pueden olvidar si son pobres o ricos, blancos o negros, tiene papás o son huérfanos; porque aún cuando no les hagan grandes festejos, saben que es su día, y lo van a aprovechar como ellos sólo lo saben hacer: reirán mucho más que otros días, jugarán todavía más, dejarán que su imaginación se desborde a límites insospechados para que las niñas pobres se den el lujo de creer que son auténticas princesas y que los varones crean que son caballeros guerreros muy valientes; con la firme idea de que no pasan por ninguna carencia que en la vida real los aflige duramente. Ellos conservarán la ilusión por mucho, mucho tiempo; esa ilusión tan preciosa que perdurará en forma de recuerdo por el resto de sus vidas, aunque lamentablemente, la habrán de perder eventualmente para los doce años, etapa en la que ya no serán niños, sino adolescentes que quieren crecer y proseguir con sus vidas, pues así debe de ser. Al final, el día termina, los niños que festejaron hacía poco, vuelven a enfrentarse de nuevo con la realidad, que no es muy bonita la mayoría de las ocasiones. |