En medio del silencio nocturno, sus ojos abiertos por la incredulidad pedían prueba de la experiencia vivida y el pasar de las horas se la dio. Después de dos interminables décadas, la muñeca por vez primera se volvía niña. Debía agradecer al aborrecido parafílico que la encontró pues se había convertido en su padre. Debía amarlo, idolatrarlo, en secreto.
Muñeca de trapo, sucia y con remiendos, conoció incontable cantidad de suelos. Suelos finos y fríos así como los ásperos de tierra. La habían dejado en uno de esos, casi bañada en barro, cuando aquél pedofílico la recogió y se la llevó. La bañó, recosió sus ropas rasgadas y le hizo un nuevo peinado. Luego, la observó. La miró por tantas horas, tantos días, hasta que el pequeño rostro de tela rosada, deformado por los tirones, le pareció hermoso.
“Muñequita”.
Iba y la cargaba entre sus brazos, bailaba con la muñeca nunca amada y la abrazaba.
“Muñequita”.
Le hablaba y le cantaba, la mimaba y acariciaba. La besaba lleno de ternura.
“Muñequita, Muñequita linda”
Y la amó.
El último baño que recibió como muñeca fue un baño de vida, que inflamó sus pulmones de oxígeno, que inundó sus ojos, que hizo a su pecho saltar, y que la hizo conocer el calor que le fue prohibido.
Su padre, el pederasta repudiado, no sabía quién era la niñita de dulce rostro a su costado. El amanecer había despertado a las aves y éstas a él. La nueva niñita no pudo dormir, no sabía cómo. Sus ojos asombrados buscaban a la muñequita que tanto amaba pero no la encontraron. Volvió a la dulce niña, cual recién nacida, que lo miraba serena. La arropó y la beso muy suave en la mejilla. La recostó, cerró sus párpados con mucha delicadeza y sonrió levemente.
“Duerme bien… mi Muñequita querida”
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