Dicen que el cerebro humano tiene la capacidad de regenerarse a sí mismo,
que después de una lesión el órgano de forma espontánea comienza a recuperarse gracias a sus células madre. Sin embargo este proceso se ve fortalecido cuando es promovido externamente a través de la medicina.
Ella pensaba que su recuperación vendría desde su interior y que sería promovida por las conexiones que formara a su alrededor.
-La gente no cree o no piensa que el cerebro se puede autorecuperar o regenerar, como el hígado o la cola de una lagartija -dice ella como si buscara a su interlocutor a través de la ventana.
-Supongo que cuando no puedes medir la capacidad inifinta de algo o alguien también eres incapaz de identificar sus límites –dice él calculadamente, pretendiendo ser casual.
-Y al final no sabes nada y sólo admiras –dice ella mientras toma un largo suspiro.
-¡Exacto! Ignoras por eso admiras –agrega él, sonriendo levemente.
La mesera los interrumpe con el expreso doble y el té de menta, metiéndose con su brazo derecho que cruza y corta la comunicación inesperada, ya en estado terminal, que había renacido por unos segundos en aquel café del centro.
-Voy a extrañar esto -dice mientras toma una panorámica del lugar terminando en él.
-Ya lo hablamos recuerdas, para que nada nos amarre que no nos una nada –él agrega.
-No puede ser que Neruda sea la inspiración de nuestra no unión –dice ella. Lo mira a los ojos, pero trata de fijarse en la mancha marrón clara de su iris verde azulado y no en él, ni en aquel momento, ni en el desastre. Luego pierde nuevamente su vista a través de la ventana.
-La culpa no es de Neruda, la culpa es tuya… –dice él firme, con mezcla de tristeza y cansancio en su rostro.
–Tienes razón, la culpa es tuya. –ella agrega con firmeza y bebe un trago de café. Trata de ocultar que acaba de quemarse el labio y también las ganas de querer romper en llanto como una niña.
De camino a casa, mientras removía las ramas de la vereda con su pie -sentía que era un aporte a la limpieza urbana y que el karma de alguna manera similar le devolvería la mano-, pensaba si él había sido una jirafa o un león en su vida.
Algunos años atrás había visto una película donde el padre enfermo preocupado por su hijo soltero y solitario, utiliza la analogía de la jirafa y el león:
–Imagina que desde pequeño lo único que quieres y que esperas es tener un león. Esperas, esperas y esperas. Y el león no llega. De repente aparece una jirafa. Entonces tienes dos opciones, quedarte solo o con la jirafa –explica el padre
-Esperaría al león- el hijo contesta con seguridad.
–Eso es lo que me preocupa –agrega el padre.
¿Cómo se reconoce a un león de una jirafa? ¿Vale la pena esperar a un léon? Quizás una jirafa sea un león para algunos…un león con piel de jirafa. ¿Puede una jirafa convertirse en león o viceversa? ¿Dónde hay un niño de cinco años que responda con claridad y precisión espontánea cuando se le necesita?
En ese momento ella recordó lo que había aprendido tras un par de caídas, unas buenas sacudidas y tambaleantes levantadas: las respuestas están en la naturaleza.
Al día siguiente tomó su bloc de dibujo, algunos carboncillos y una libreta de apuntes. Iba decidida a encontrar las respuestas en la naturaleza a través del arte. Su plan era retratar a un león y a una jirafa. Y así sabría –ya que el arte también te dice lo que no sabes que sabes o sientes– que dirección tomar en ese aspecto de su vida.
Antes de hacer un retrato se debe tratar de entender al objeto a retratar o al menos un intento de conocimiento, de encontrar su belleza no expuesta, de hacerla propia para luego traspasarla al papel. La calidad y belleza del retrato o de la obra artística depende de ese intento de entender algo o a alguien. Para ella el arte era amor.
Era temprano en la mañana, un día soleado con una brisa fría, poca gente en el amable zoológico de la ciudad. Era la única persona caminando enfrente de los leones. Ellos en su jaula, unos veinte metros de distancia y una pequeña laguna los separaban. Ella se me movía de un lugar a otro sin perderlos de vista, uno de los dos leones la seguía con la mirada, luego reflejaba su caminar o ella el de él. Esto era amor a primera vista o era la hora del desayuno.
Luego dio la vuelta alrededor y encontró un lugar donde sólo unos cinco metros los separaban. Se sentó sobre su abrigo en el suelo, sacó sus materiales y después de unos minutos de observar y maravillarse con su tranquilidad, elegancia y humildad, lo intentó retratar. El posó para ella plácidamente por un largo rato. La miraba, se distraía y la volvía a mirar, amor maduro en toda su expresión. Siente que ya no hay necesidad de ir a mirar jirafas.
Al dejar el sector de los leones intentó rápidamente despabilarse y desenamorarse, cortar la conexión para intentar iniciar otra –como es el amor joven–. Había muchas, unas seis o siete. Algunas más altas, más jóvenes, más bellas que otras, sin embargo ninguna resaltaba del grupo. Estaban todas juntas pero cada una vivía en su propio mundo prendadas de lo que les interesaba; otro animal, algún ruido extraño, su alimento o algún visitante. Miraban en distintas direcciones, distraídas, livianas, despreocupadas. Entonces decidió retratar a una que estaba comiendo hojas y pasto desde una cesta que colgaba de lo alto cerca de la banca de donde ella las estaba observando. Estaban a la misma distancia que con el león. Pero ella no la miraba, el vínculo era más bien frío casi imperceptible. Ensimismada en su comida siempre le daba la espalda, solo así pudo ver sus hermosas formas y colores desde otro ángulo, gráficamente perfecta; la jirafa es hermosa y distante a la vez.
Al dejar el zoológico se sentía liviana también, como una jirafa, ahora tenía otra perspectiva. De una forma tan simple y clara pudo darse cuenta que la paciencia era una gran prueba de amor incluso del que todavía no existe. Orgullosa hasta la sonrisa por aquel hallazgo, caminó a casa y puso crema en su labio.
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