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Por alguna razón ignota, ella, en su media lengua de castellano, me había contado una parte de la historia. Había podido conocer, entonces, su Polonia y el viaje, escuchando cada fragmento desde aquella boca casi inanimada, corroída por los años o por el olvido. Luego, tomaba una expresión algo más oscura, y con algunas confusas palabras, me llevaba hasta el Moncho.
Otra parte de la historia había podido verla.
El sueño vulnerado, las horas de cabaret, Mario y el marino. Por último, los corrillos del burdel, andando de boca en boca, como siempre. Al final, dos descargas en medio de la noche y una quimera que no se cumpliría jamás.
Parecía no tener alternativa, atrapada entre la muerte y la deshonra, entre la locura y los instintos.
Creía que estaba cansándome hasta del color del mantel, blanco invariable, con otro rojo de fondo, de tela gruesa y absorbente, para que cuando algún borracho, descuidado, volcara un vaso de whisky, no se desparramase el líquido hasta el piso sucio, siempre.
Pensaba en eso cuando ella llegó a mi mesa, una noche de poca gente. Las chicas rondaban las sillas con miradas provocativas. Parecían inmolarse en una súplica, buscando algún gesto para levantarse rápido, y salir presurosas al encuentro de algo que más tarde se convertiría en un plato de comida, o el efectivo para pagar la cuenta de la luz.
Esa noche ella estaba un poco ebria y algo triste. Cualquiera podría haber advertido que estaba apenada, no ya de su vida, sino de estar aquí, de haber dejado la Europa de posguerra. Arrepentida de su casamiento con Pedro, el Moncho, que la había traído a la Argentina luego del consentimiento paterno. Apenada por la prontitud de su destino.
Acá se había transformado en la polaca, un poco más avejentada, menos fresca, aunque mantuviese los ojos del color del océano que había tenido que cruzar. Los poros de su piel guardaban, como un secreto, el olor marino del viaje. Acá no era nada más que la polaca, y si alguien preguntaba por Evrina, bien podían contestarle que no existía ninguna mujer con ese nombre.
Me contaba su historia casi sin mirarme, perdiendo su vista entre los músicos que tocaban sobre una tarima. Hacía deslizar su vaso por sobre el mantel, como si moviese una extraña pieza de ajedrez, pensando cada palabra para poder traducirla. Ya no soñaba con el regreso, sólo repetía, ahora ante mí, su largo y dificultoso relato.
Me contaba, como si ya lo hubiera hecho otras veces, que apenas conocía su Polonia. Decía, con algún rencor, que no podía salir cuando quería sin que sus padres la autorizaran, y siempre que no debiera trabajar en la pequeña granja. Hasta que llegó el Moncho, desertor de un barco coreano. Buscaba un lugar donde vivir, algo para comer. No conocía el idioma, sólo un poco de inglés aprendido por instinto. Con eso y la ropa puesta encontró a Evrina, tan blanca, algo fría, bastante bella entonces.
Se vieron y bastó para que ella se enamorara o lo creyera, -ahora no lo recordaba muy bien-, soñando con otra vida. Luego, vivió todo como una catarata de hechos, de situaciones casi vulgares, instantáneas, fugaces.
Se alejó de su Polonia para instalarse en otra tierra, en un país desconocido, promisorio, desolador.
El Moncho se había aprovechado de la ignorancia del idioma como una revancha por aquello que había pasado, o por conveniencia. Si lo había pensado antes del viaje o de la boda, si acaso se le ocurrió después, cuando el hambre de la pensión se obstinaba en despertarlos por las noches, eso, ella no lo sabía. Sólo recordaba que en algún momento no podía ir a ningún sitio sin él, y el Moncho sólo la traía al cabaret y charlaba con sus amigos en un código que ella no podía interpretar.
Pasó muy poco tiempo hasta encontrarse alquilando su cuerpo. Con llantos sólo al principio, sin abrir los ojos para no ver hacia atrás y extrañar, otra vez, la granja, Polonia y los padres. Después volvería atravesando las angustiosas madrugadas, apretando la cartera contra su pecho y temiendo.
Alguna vez pude verle la cara lastimada por una tunda. Alguna vez pude imaginarla avergonzada y golpeada por el Moncho, que con seguridad esperaría más dinero del que habría encontrado en la cartera de Evrina.
Sus ojos habían perdido el brillo de aquél océano que nunca más pudo ver, que probablemente, nunca más vería. Sólo se iluminaban cuando alguna lágrima quedaba bailoteando sobre el párpado inferior, formando un arco iris diminuto, dándole mayor contraste a las pupilas. Su cuerpo había comenzado a abandonar las formas sutiles, sensuales, el contorno grácil. Se transformaba, poco a poco, en un cuerpo de consumo, por donde pasaban las noches dejando alguna huella más, algún pliegue entre las piernas.
Removía el hielo dentro del vaso, todas las noches, esperando, hasta que algún cliente o Mario, su cliente habitual y enamorado, se acercase, la tomara del brazo y le dijese: vamos polaca. Ella, sin levantar la vista, se paraba con desgana. Comenzaba a caminar mirando el piso, siempre pensando en las cosas que había perdido, creyendo más en el ayer que en algún futuro posible y cercano. Asqueada anticipadamente por el aliento del hombre o de Mario, por su transpiración, que ya conocía sin sentirla. Dolorida en algún sitio donde el alma se reúne con el cuerpo.
Así llegaba al hotel de siempre, para repetir una rutina que el otro creía nueva, o que Mario sabía vieja, mientras ella, contenía alguna lágrima al principio, sin tener que hacerlo luego, sin necesidad de hacerlo al final.
Mario repetía, ante ella, siempre lo mismo, con idéntico tono, exaltándose en los mismos momentos, ya sin sorpresa para Evrina.
- Venite conmigo polaca, vas a estar mejor, no vas a trabajar más.
Ella escuchaba sin esperanza. ¿Por qué debía tenerla? Mario podía ser igual al Moncho, y para cambiar de dueño, era preferible uno conocido.
Entonces repetía tristemente: No poderr marrido mío mata a Evrrina si deja. Pobrre Evrrina, mirra cuerrpo, ya no Evrrina, pero Pietrro no imporrta Evrrina, solo imporrta dinerro, mientras estallaba en un llanto lacónico y lejano como la sirena de un barco.
No me lo relató en una sola noche, lo hizo durante algún tiempo, a veces repitiendo escenas que ya me había referido, otras, más borracha que de costumbre, pudiendo solamente recordar paisajes y pasajes de su Polonia, su pueblito, que yo, para entender, imaginaba de casas pequeñas, bajas, distantes.
Una noche se sentó a mi mesa con una historia diferente. Un marino que ya le conocía de otras veladas, le había dicho que viajaba habitualmente a Polonia. Evrina, o la polaca, le había pedido que la llevase. El marino le había dado una esperanza. Y ella supo que era un escape hacia la libertad, la pureza, el regreso a la vida. Así me lo contaba, como lo había vivido.
Esa vez no se emborrachó. Trabajó como siempre, con el pensamiento y la ilusión de que fuese la última. La vi irse casi feliz, casi sonriente, cuando aún la noche no terminaba y todavía quedaban algunos parroquianos.
Creí que todo terminaba ahí, que comenzaba el final, feliz por ella, triste por mí, porque ya no tendría las noches plagadas de historias de Polonia, de su vida. Pero no fue así. Aquello había sido sólo el comienzo. Aún debían acordar la forma, el día preciso. También debía evitar la persecución del Moncho, escapar a las miradas de las otras para no ser delatada.
Comenzó a confiar sólo en mí, -nunca supe por qué- y comenzó a soñar con el marino y el viaje, Polonia y el fin de sus penurias.
El Moncho reinició sus visitas al cabaret. Un poco para averiguar lo que ocurría, y otro para regentear mejor el negocio. Ocupaba siempre la misma mesa del fondo, donde la música no le molestaba.
Esperaba la confirmación del dato. Hasta que supo algo, quizás la forma, el cómo, pero no el día, la hora, ni quién. Se vio perdido, desesperado, imaginándose sin Evrina en la cama, en el cabaret, en su vida.
Durante esas noches, que me parecieron muchas, demasiadas para Evrina, ella venía y se sentaba a mi mesa. Reía, ya sin alcohol, mientras me hablaba únicamente del marino y de su viaje. Planeaba la escena del encuentro con sus padres, cerrando los ojos, que entonces eran más dulces, para poder soñar mejor con su Polonia. Se arreglaba un poco el cabello, distinto ahora, más suave.
El Moncho la veía sentarse a mi mesa sólo a charlar. Observaba como si vigilase una joya muy valiosa, dudando, tal vez, de toda la historia.
Una noche llegó el momento que esperaba. El marino ya estaba en el cabaret. La vio, sonriéndole, haciendo la seña de siempre la invitó a su mesa. Evrina, o la polaca, se sentó cerca de él, de su boca, para oír las palabras que a ella le sonaban, supuse, como las más maravillosas de los últimos años. Acordaron todo, imaginé, por la expresión de ella, por la ternura y la comprensión de él. Ella, Evrina, ya alejándose de la polaca, estaría confiada y feliz. El marino quizá también porque estaba haciendo algo bueno por alguien, tal vez lo único bueno en mucho tiempo.
Mario había escuchado o sospechaba algo, desde un principio.
El Moncho ocupaba su mesa como las últimas noches, apretando en su mano derecha, el vaso de ginebra, mirando, sospechando.
Evrina, o todavía la polaca, y el marino se levantaron, casi al mismo tiempo hizo lo mismo Mario, luego el Moncho, que intuía algo. Mario llegó antes que el Moncho. Zamarreó al marino, luego empujó a la polaca. El Moncho, alterado, sin saber que estaba ocurriendo, se acercó a defenderla cuando Mario sacó el revolver, lo puso en el pecho del marino y disparó.
Todos nos quedamos quietos, temiendo que la próxima bala terminase en nuestro cuerpo.
El Moncho no escapó al espanto de todos. Mario se llevó a la polaca, ahora más lejos de Evrina, casi arrastrándola, mientras el marino se desangraba en el piso.
El resto de la historia fueron solo corrillos, supuestos que se comentan pero que jamás se confirman.
Mario y la polaca habrían entrado al hotel, mientras él le decía que la amaba. Ella se desnudaba una vez más, sin expresión, sin sueños, sin angustias, sin creer en su vida. Se habrá quitado toda la ropa como si fuera un rito, tal vez pensando en nada o en su realidad. Mario le habrá explicado que no debía irse del país, que debía vivir con él que la trataría como a una mujer, como corresponde a una mujer, repitiendo inútilmente, para Evrina, ya la polaca, incrédula, indiferente.
Ella se habrá subido a él para hacer lo pactado con su carne, para no oír los jadeos, los juramentos de amor eterno reiterados, oídos también de los labios del Moncho. Entonces habrá tenido la suerte, o quizás la desgracia, de ver sobre la mesa de luz, el arma de Mario, recién disparada contra sus sueños, con el caño aún caliente de deseos incumplidos, de quimeras muertas.
Habrá tanteado el revolver y lo habrá sentido aún latiendo, como Mario dentro de ella. Posiblemente lo pensó y hasta quizá se haya arrepentido en algún momento. Sin embargo, lo habrá tomado mientras él cerraba los ojos, acaso cerrándolos ella también. Sin sobresaltos, quizás, lo colocó cerca de la sien de él, oprimiendo el gatillo y retornando a la realidad junto con el descarga.
En ese momento habrá entendido.
Puso el caño sobre su propia sien y disparó, acabando con la única vida que le quedaba.

Texto agregado el 26-04-2014, y leído por 45 visitantes. (0 votos)


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