Habían pasado tres meses desde la primera vez que cruzaron sus miradas camino al trabajo. Cada día laborable en el mismo sitio coincidían sin decir palabra, ni una sonrisa, sólo una furtiva mirada. A medida que transcurrían los días los encuentros se hacían más provocativos, las miradas dejaron de ser impersonales, adquirieron el brillo que provoca la empatía. Él, muy a su pesar, hurgaba en el aspecto físico de su interlocutor visual, ahora sabía de sus ojos negros intensos, de la carnosidad de sus labios, de la finura de sus manos, de su andar garboso y su buen vestir.
El destino precipitó los acontecimientos, a él lo enviaron de su trabajo en una comisión fuera de la ciudad por tres días que se sumaron a los días feriados de sábado y domingo. Fueron ciento veinte horas de ausencia, de vigilia visual, del encanto del encuentro que estaba ahora muy lejos de ser casual.
Aquel lunes caminaba de prisa, bebiéndose la ausencia, consumiendo distancias, degustando por anticipado el placer del encuentro, llevaba a cuestas la ansiedad y la angustia que son desde luego desagradables compañeras. Con el miedo de tener miedo se aproximó al punto geométrico que pareciera ser ahora el motivo de su vida.
En sentido opuesto a su caminar, otro ser casi corría al lugar del ensueño, a la cita no concertada pero aceptada de todo corazón, las barreras se habían derribado por la ausencia forzada de uno de ellos. Las miradas, ahora desde lejos, volvieron a cruzarse arropadas por una cálida sonrisa.
Caminaron como en cámara lenta al encuentro uno del otro, en él había deseos contenidos de tantas cosas, hasta de orinar, por lo nervioso que estaba. En la otra persona había sudoración, taquicardia y temblor de cuerpo por la gran emoción.
Finalmente estuvieron muy cerca, ahora se sonrieron abiertamente mirándose a los ojos…
Se estrecharon las manos y dijeron: – ¡Hola, soy Juan! – –¡Yo soy Roberto– … y al calor del contacto físico hubo en ellos una gran piloerección.
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