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Desde hace varios años conozco a don Juan. Él es un señor de mediana estatura, enjuto y con jockey montado sobre su rala cabellera. Su oficio es el de cuidar autos en la calle en donde laboro y lo hace con eficiencia, salvo cuando los conductores no le pasan una moneda. Allí es cuando despotrica, se sale de las casillas y lanza una sarta de infundios al aire. Pero no es mal hombre. Yo converso a menudo con él y me cuenta que vive solo en una casita de población que es de su propiedad. Que tiene un buen pasar y que todo lo que gana lo deposita en tarros de leche Nido. Sabe, me lo confiesa, que tiene una pequeña fortuna.

Fuma demasiado, acaso porque este es un vicio que cultiva desde su niñez. Pero, es un buen hombre, que conversa y escucha, lo que es un gran tesoro en estos días de tanta incomunicación.
-Oiga don Juan- le digo-, tome esto como un consejo: no le grite improperios a la gente que no le pasa sus moneditas, ya que usted es el único perjudicado. La gente lo va a etiquetar como una persona grosera y yo sé que a usted le gusta más payasear que enojarse de verdad. Ahora, esos automovilistas van a regresar y ya no tendrán ninguna intención de pagarle, porque lo van a tener mal catalogado. Se lo digo por su bien.
Don Juan mueve la cabeza como asintiendo y se parece en esos momentos a un chico travieso que recibe una reprimenda. Pero no entiende. Al rato, ya está de nuevo despotricando contra todos y yo entiendo que esa es una característica muy marcada, cuya huella la dibujaron años y más años de calle.
Al lado de mi local existe una joyería, la cual es atendida por personajes muy especiales. El padre, un señor bajito y con un gesto adusto cincelado en su rostro. Sus hijos, también son de baja estatura al igual que la madre. Como es de suponer, los que no le tienen ninguna simpatía ya les endilgaron el apodo de “los pitufos” y para mis adentros, pienso que nunca un alias fue mejor puesto. El señor joyero tiene varias camionetas que estaciona frente a su domicilio. Ese lugar es sagrado y para que los demás se enteraran, lo demarcó con dos pilares de fierro pintados de amarillo. Aquí es donde surgen los problemas con don Juan, ya que antes de la puesta de los postes, el cuidador de autos había permitido que algunos vehículos se estacionaran en ese lugar.

Allí se aparecía el joyero y le gritaba insultos a don Juan, el que permanecía estoico, aumentando la furia del hombre.
Lo que voy a narrar ahora, no me consta. Me cuenta don Juan que hace varios meses, él conversaba con el dependiente de una ferretería de las inmediaciones, cuando reparó que el joyero se aproximaba cautelosamente al lugar en donde el cuidador colocaba una bolsa en la que guarda sándwiches y café. Pues bien, me cuenta que con sus propios ojos vio que el joyero abría su bolso y derramaba algo dentro de él. Repito, esto a mí no me consta. El asunto es que al poco rato, a don Juan le entró el apetito y mordisqueó unas galletas que llevaba en su bolso. De inmediato se sintió mareado y se percató que sus labios se comenzaban a adormecer. Por lo que acudió de urgencia al consultorio que está al otro lado de la calle y allí le dieron unas pastillas y le indicaron que bebiera leche y bastante líquido.

Yo escuchaba esto con supremo escepticismo, ya que imagino que nadie intenta asesinar a alguien con tantos testigos al frente. Pero, le aconsejé que enviara el bolso para su análisis y posterior denuncia.

De tanto en tanto, aparece don Juan con rostro compungido para contarme que el “enano la volvió a hacer”. Que tiene los labios adormecidos y que está mareado. No sé si creerle o no. ¿Cómo tanta maldad?- me pregunto. Por otra parte, ¿no serán simples delirios de mi buen amigo Juan?


Han transcurrido unas buenas semanas.
Un día cualquiera apareció en el puesto de don Juan un tipo con aspecto de ser bueno para el trago. Le pregunté por don Juan y el tipo abrió tamaños ojos y me contrapreguntó:
-¿Cómo? ¿En verdad no sabe nada?
-¡No pues! ¿Qué pasó?
-Hace un par de semanas, don Juan cayó al suelo con tremendas convulsiones. Lo llevaron de urgencia a la posta y ¡no sabe nada!
-Cuente pues hombre.
-Se murió, el pobre se murió.
-¡Nooooooooooo! – exclamé y casi me atraganto al aspirar todo el aire de un sopetón.

Después supe que don Juan murió de un infarto.
El hombre de la joyería continúa prosperando y esta vez me dio la cara y me saludó con una sonrisa mefistofélica.. ¿Seré yo el próximo? ¿Pensará que sé más de la cuenta? Por de pronto, apenas me asomo a la puerta. Temo encontrarme con sus ojos de basilisco.

















Texto agregado el 24-04-2014, y leído por 57 visitantes. (0 votos)


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