Capítulo 4 - Adiós, Casio
Lito no se dio cuenta de lo abrumado que estaba su padre. No fue consciente de su dolor ni de su congoja. Indiferente a todo menos a su propia preocupación y a ese vacío que empezó a crecer en la boca de su estómago al saber que perdería su segundo hogar, quiso protestar, hacerse escuchar, y así conseguir que se diera un paso atrás en aquella determinación. Lo llamó una docena de veces, pero su progenitor le ignoró metódicamente, hasta que estuvieron frente al automóvil. El chiquillo continuaba insistiendo, frenético, y el adulto guerreaba con sus pantalones, intentando rescatar las llaves de su bolsillo sin conseguirlo. Finalmente, harto de escuchar la rabieta de su hijo, terminó dándole un tremendo sopapo, que sonó hueco, explosivo, y mucho más desmedido de lo que realmente fue.
-¡Te he dicho que ahora no, Lito!- Le regañó. El pequeño se echó a llorar, más del susto que por otra causa. Finalmente, su padre consiguió sacar la llave de su vaquero (se habían enganchado en una costura) y abrió la puerta de detrás. –Anda, sube de una vez.-
Sin ánimo ni para rechistar, Lito se montó de un salto y se deslizó hasta el asiento del medio. Cuando su padre se disponía a cerrar la puerta, el niño atisbó a sus espaldas a su amigo Casio, que lo contemplaba con un dejo de desesperación.
-¡Espera, papá! Casio todavía está fuera…- gritó, sollozante.
-¿Qué?
-Que Casio no ha entrado al coche. ¡Déjalo subir, por favor!- Le rogó. La irritación de su padre llegó a límites insospechados. Ya había escuchado alguna vez aquel nombre, pero en ese momento no estaba de humor para tolerarlo.
-¡José Agustín!- levantó la voz para llamar la atención de su hijo, harto de sus pataletas. Lito sabía que cuando su padre le llamaba por el nombre completo, algo malo para él estaba por suceder… -Casio no es una persona, ni un animal, ni nada por el estilo. Es un fabricante de relojes y calculadoras, y cualquier otra cosa que te venga a la mente con ese nombre es invención tuya y sólo existe en tu cabeza, ¿me oyes?
Lito, arredrado, asintió con la cabeza, aspirando con dificultad el exceso de mocos de su llanto. Nunca había visto a su papá tan enfadado como en aquel momento. El hombre cerró la portezuela con tanto brío que hizo dar un respingo al niño en el sitio. Dos lágrimas como puños le recorrieron las mejillas en silencio cuando su padre finalmente se acomodó en el asiento del conductor y movió el retrovisor para mirarle a los ojos a través de él.
-Maldita la hora en que tu abuela te enseñó esas cosas. En serio, Lito: no sirven para nada. Los amigos de carne y hueso son más divertidos; es más normal jugar con alguien que de verdad esté contigo, ¿no crees? Olvídate de ese Casio y utiliza tu tiempo y tu energía en algo más constructivo. ¿De acuerdo, hijo?- Lito no respondió a la primera. Se sentía ofendido. Sentía que menospreciaba a la abuela, y a Casio… Arrancó el motor. -¿De acuerdo?- repitió su padre, con el tono más firme.
-‘Ta bien, papá- balbuceo, por contentarlo y evitar que se volviera a enfadar. Y cuando el automóvil empezó a moverse, se escurrió hasta el asiento junto a la puerta. Su padre pensó que por fin había conseguido que su retoño cediera de sus invenciones. Pero lo que Lito hacía era asomarse por la ventanilla, para volver a ver a Casio, quien se despedía de él levantando su manita de rana. Un bache de la carretera hizo que el niño desviara la vista; cuando la volvió a centrar, su amigo había desaparecido. Recién en ese momento, y con cierta amargura, realmente creyó que su padre estaba en lo cierto. A partir de ahí, la sensación de soledad fue permanente.
Todo esto cruzó la mente de Lito hasta que se extinguió la música de la caja. Nada sucedió entre medias, excepto que se le secó la boca y se le humedecieron los ojos un poco. Levantó las gafas y, con su pulgar y su índice, se apretó los párpados, para despejar sus pensamientos y sus emociones. Luego se puso en pie y volvió a su apartamento, sobre aquella peculiar tienducha oscura que clamaba vender ideas.
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