La profesora del taller de relato nos propuso un cuento policiaco de varios folios, en el que, entre otras premisas, debía aparecer un cadáver sin piezas dentales ni huellas dactilares.
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Estrella de la pasarela
Amanecía despejada y fría la mañana del miércoles 23 de marzo, después de varios días chubascosos. Llegó corriendo el inspector De la Varga a la pequeña rotonda, refulgente de azul y rojo, donde empieza Camino de Vinateros, en un extremo del puente que franquea la circunvalatoria M-30.
En el centro de la plaza se encontraba la juez, acompañada de un oficial de su juzgado, junto a una pareja de la Policía Judicial y una patrulla de municipales, procediendo al levantamiento del cadáver. Nada más descubrir lo que aparecía dentro de esa especie de disfraz, en forma de estrella, soltó una arcada que casi le hizo echar la bilis, único inquilino de su maltrecho estómago. Era el cuerpo de un hombre, con la cabeza segada en diagonal. Siguieron retirando el envoltorio, que tenía unida con velcro la parte superior y la inferior, y se descubrieron los brazos, con las manos amputadas. Cuando le quitaron la vestimenta del todo se vio lo que se temía el inspector, las piernas con los pies mutilados a la altura de los tobillos. Todo ello vestido con un traje azul, cubierto de sangre casi en su totalidad.
Andrés de la Varga no quería ni imaginarse que con la edad, en vez de endurecerse, se estaba haciendo más sensible. Prefería creer que la noche anterior había bebido más de la cuenta, como tantas veces en los últimos meses, desde que su mujer prefirió convivir con otro hombre de vida más ordenada y, de paso, más joven.
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La comisaria de la Unidad Central de Delincuencia Especializada y Violenta, Julia Durán, reunió en su despacho al inspector De la Varga y a la oficial Paloma Dafauce, a los que había asignado la investigación del caso.
-¡Manda fuerza! Nos ha vuelto a tocar el gordo de la lotería criminal, y eso que yo no juego. No sé vosotros. Nos encontramos ante una verdadera obra de arte; del sadismo, por supuesto. Parece como si a nuestro hombre le hubieran hecho probar en sus propias carnes la maquinaria de despiece de una granja de pollos. Encima, no disponemos de las huellas dactilares, ni tenemos piezas bucales que comparar. Lo único que podríamos utilizar es el ADN, pero ¿con qué lo cotejamos?
-No sé si has asignado el caso a la persona idónea -adujo De la Varga-, ya no estoy en mi mejor momento; sabes que he solicitado el pase a segunda actividad. Hay otros inspectores, procedentes de la academia, más jóvenes y mucho mejor preparados.
-No me jeringues, Andrés, no peques de modesto -le rebatió la comisaria-. Cuando te jubiles te entretienes en la universidad, como hacen tantos viejecitos, y en paz. Con licenciatura o sin ella, tú eres el mejor de la UDEV. Por algo será que tus compañeros te llaman “el profe”.
La comisaria resumió el informe que Científica había hecho del lugar de localización del cuerpo. Las rodaduras correspondían a neumáticos de un todoterreno de los grandes. Había marcadas huellas de cuatro personas: unas botas de agua, del número 41, que pertenecían al jardinero que encontró el cadáver, dos pisadas diferentes del número 42, de unas Adidas y unos Camper, y unas del número 46, con una forma especial en la puntera, que coincidían con la de unos mocasines italianos, muy exclusivos, de la marca Priamo.
Cuando iban a abandonar el despacho, llegó un fax con un adelanto del informe del forense, que Durán procedió a extractar.
-El cadáver se corresponde con el de un hombre, de unos 35 años, que falleció entre 36 y 48 horas antes de ser encontrado por el jardinero. Había recibido tres disparos por la espalda, a la altura del tórax, dos de ellos mortales de necesidad, pertenecientes a munición de 9 mm. parabellun, probablemente de una Beretta 92 DS. No muchas horas después fue mutilado con una podadora eléctrica. Esperaron entre 24 y 30 horas, desde el fallecimiento, para manipular las extremidades, una vez extinguido el rigor mortis… No voy a haceros pasar el mal trago de escuchar, de forma científica, los detalles de las mutilaciones que ya conocéis.
Tras dedicar unos segundos a repasar el texto en silencio, continúo la comisaria.
-Según cálculos óseos, el angelito mediría sobre metro noventa; complexión atlética, de raza blanca, cabello negro, piel bronceada con rayos UVA; mostraba, en lo que quedaba de muñeca izquierda, la señal de un reloj de unos cuarenta y cinco milímetros de diámetro. En el hombro izquierdo portaba un tatuaje, en forma de estrella, con los colores del arco iris en su interior. No aparecían otras marcas, exceptuando las provocadas por los proyectiles.
Bajó el papel y dirigió una sonrisa a sus compañeros.
-Parece ser -añadió con su particular y poco apreciado gracejo- que se trataba de un buen tallo, aunque me da, por lo del tatuaje, que tú, Juan Luis, le hubieras gustado más que yo, o que Paloma, aunque sea más joven y marque “tipito”.
Durán río su gracia, ante la mirada seria de la oficial, a la que alguno de sus compañeros apodaban “Tipito” y retomó la lectura.
—La vestimenta en forma de estrella que le envolvía era de algodón, jaspeado con hilos de diferentes tonalidades doradas. El difunto vestía prendas de las marcas más exclusivas. Entre la ropa se encontraron acículas, las hojas puntiagudas de los pinos. Los bolsillos estaban vacíos, excepto uno de los pequeñitos del interior de la americana, donde apareció un trozo arrugado de papel, en el que rezaba un número de teléfono escrito a mano con una pluma estilográfica. No aparecen huellas dactilares, los asesinos se lo curraron para no dejarnos ningún souvenir. Vamos, que ni sumando nuestros tres poderosísimos sueldos podríamos pensar en vestir como este galán -concluyó la comisaria, mientras los policías cruzaban una mirada de complicidad ante el peculiar humor de la superiora.
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Un par de horas después, mientras comían, De la Varga y Dafauce repasaron todos los datos de que disponían, que no eran demasiados para empezar la investigación. El único hilo de dónde tirar era un número de teléfono.
La oficial se encargaría de averiguar a quién correspondía la línea y el inspector indagaría si alguna persona había echado de menos a un hombre con las características conocidas del ejecutado.
A primera hora del día siguiente se dirigió la pareja de policías al Camino de Vinateros. La rotonda aún seguía precintada. Dos agentes de científica estaban examinando el terreno, sin encontrar nada nuevo que pudiera ayudar en la investigación.
Entraron en una cafetería desde donde, a través de sus amplios ventanales, se podía contemplar la plaza.
-La verdad, Paloma, es que la gente está cada vez más trastornada. Te lo cargas, lo mutilas y lo metes en un disfraz…, un disfraz de estrella -observó el inspector, mientras levantaba el vaso para dar el penúltimo trago a su carajillo de aguardiente—. Por cierto, parece ser que nadie ha añorado a nuestro hombre.
-¡Una estrella! -dio un respingo la oficial, casi atragantándose con un trozo de pan-. El disfraz, la colocación del cuerpo, el tatuaje..., hasta, si me apuras, la rotonda; fíjate, Camino de Vinateros tiene dos calzadas, hacia donde apuntaban las dos piernas; en el lado opuesto está la calle Estrella Polar, donde marcaba el cuello y lo poco de la quebrantada cabeza, y la calle Sirio, que atraviesa de norte a sur, donde señalaban los brazos. Al lado, la estación de metro Estrella; esto es el Barrio de La Estrella; hasta la cafetería donde estamos ahora se llama “La Estrella”.
-Tienes razón, es como un juego macabro; todo se relaciona con la palabra estrella. Pero…, no sé a dónde nos lleva todo esto.
—¿Te acuerdas de que la autopsia indicaba que entre la ropa aparecieron acículas? —cambió de tema Paloma—. Pues no eran de por aquí, no se ven pinos; el cuerpo debió andar tirado por otra zona.
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Dafauce se había puesto en contacto con los titulares del número de teléfono, perteneciente a una tienda de ropa infantil, todavía sin inaugurar, y que hasta hacía unas semanas había correspondido a una de prendas de diseño, por lo que resolvió localizar a los antiguos dueños, que se acababan de jubilar. Al facilitarlos los pocos datos del fallecido pudieron recordar algunas personas que pudieran encajar con ellos: un cliente de Albacete que solía comprarles ropa descatalogada, un italiano muy simpático que distribuía ropa de diversos diseñadores europeos, un comercial de una firma española de alta costura y otro de un diseñador francés. Señalaron que esas características físicas eran muy comunes en muchos de sus clientes.
Como pareciera lo más razonable, escogieron los policías la ruta de las tiendas de ropa de diseño, dejando la infantil como una segunda opción.
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A la mañana siguiente fueron reunidos por la comisaria Durán. Unos atletas que estaban entrenando en la Casa de Campo habían encontrado unos casquillos de balas, por lo que avisaron al 112. Los compañeros que peinaron la zona, muy cerca de donde se ejerce la prostitución, sobre todo la homosexual, hallaron, amén de los casquillos de calibre 9 mm. Parabellum, manchas de sangre, desde la base del tronco de un pino hasta las rodaduras de un todoterreno, iguales a las localizadas en el barrio de la Estrella, además de marcas de pisadas. Tres de ellas se correspondían con las de la rotonda del barrio de la Estrella, las otras pertenecían a unas deportivas Nike, del mismo número que los mocasines italianos, cuyas huellas aparecían sólo en la zona ensangrentada y no en la cercanía del automóvil. En pocos días estaría cotejado el ADN.
Pasados unos segundos de reflexión, y mirándolos por encima de las gafitas que pocos días atrás había empezado a utilizar, continuó la comisaria.
-Dama, caballero, a falta de confirmación analítica, parece que ya sabemos dónde se produjo el crimen. Esto nos confirma, como mi menda presagiaba, la posible homosexualidad de la víctima. Tendréis que hacer un hueco en vuestros quehaceres nocturnos y visitar la zona. Espero no jeringaros ningún affaire; sobre todo a ti, Paloma, que últimamente no pareces sobrada de pretendientes. Por favor, extremad las precauciones.
Salieron los dos policías del despacho, dando la oficial, que hubiera saltado a la yugular de su jefa si no fuera por el paquete que le caería, un portazo que hizo temblar la cristalera.
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Esa misma noche, sobre las nueve, antes de que hubiera demasiados clientes, comenzaron a tantear a los ocupantes de la zona, la gran mayoría, hombres; ninguno estaba a menos de cien metros del pino ensangrentado.
Fue una moldava, muy asustada al principio, temiendo por su estancia ilegal en el país, la que le contó a Paloma, en su torpe castellano, que conocía a un italiano que coincidía con las características descritas, se llamaba Andrea y aparecía por ese lugar esporádicamente. Era muy simpático y elegante. Había sido modelo y contaba que era “la stella di la passerella”. Habían trabado cierta amistad, que terminaba al concluir su trabajo. Una vez le mostró el tatuaje del hombro.
La chica, a la que la oficial le ofrecía cierta confianza, quizás por aparentar una edad parecida a la suya, le describió lo mejor que supo y pudo. La última vez que coincidió con él fue quince o veinte días atrás. También recordó que lo vio hablar con un chico de unos 25 ó 30 años; no pudo distinguir la conversación ni las facciones del muchacho, aunque le pareció atractivo; éste se marchó dando voces, muy irritado, como si estuviera amenazando al italiano. Informaron a la mujer de que posiblemente tuviera que ir a declarar a comisaría. La tranquilizaron en lo relativo a su falta de permisos.
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A la mañana siguiente se repartieron las tiendas a visitar. Dafauce recorrería el margen oeste del Paseo de la Castellana y De la Varga la zona oriental, aunque lo primero sería hacer una visita a los comerciantes jubilados.
Le constataron al comisario que el distribuidor italiano, uno de los que ya habían indicado a Paloma, se parecía al descrito por la prostituta. La mujer recordó entonces su nombre; a su marido le vino a la memoria que una vez le oyó decir algo así como Andrea “la stella”, pero no sabía si era su apellido, un apodo o qué, ya que siempre estaba de broma.
Prosiguieron visitando establecimientos durante varios días, alternándolo con aburridas labores burocráticas. Mientras tanto, se había confirmado la coincidencia del ADN de los restos de sangre encontrados.
Nunca se hubiera imaginado el funcionario la cantidad de tiendas tan lujosas que podría haber en Madrid. Tampoco hubiera supuesto los precios que se exhibían en las prendas. La mayor concentración la encontró en el Barrio de Salamanca. En cuatro locales dijeron conocer al transalpino, sin que pudieran aportar ningún dato significativo. Ya sólo quedaban por visitar cinco comercios. De las fachadas de sus cuadriculadas calles le sorprendieron los carteles de los “Caballeros del honor”, organización de corte fascista, perseguida durante la transición democrática por sus actividades violentas, principalmente contra homosexuales, que él ya creía disuelta. Mientras tanto, Paloma Dafauce no había descubierto nada destacable en sus visitas.
Eran las dos menos veinte de la tarde del jueves 31 de marzo cuando el inspector entró en un establecimiento en el 82 de Claudio Coello, donde le atendió una jovial dependienta que dijo conocer a Andrea, Andrea “la stella”, confirmó, que había visitado la tienda en algunas ocasiones; pero era mejor que hablara con el dueño, que le conocía mejor. Estaba en su otra tienda, llamada “Templario”. Le acompañó hasta la salida y le indicó amablemente donde le encontraría, en la acera de enfrente, en el número 109.
Cruzó al otro lado de la calle, llamándole la atención un gran todoterreno estacionado a unos diez metros del local, un Toyota Land Cruiser. “Vaya tanque”, pensó; “275/75/16, cada rueda debe valer un dineral”. Intentó ver el interior del vehículo, pero no fue capaz, debido al tinte de los cristales. Antes de entrar en la tienda estuvo observando el escaparate, lleno de soldaditos de plomo, guerreros de todas las civilizaciones, cruzados, templarios, monjes y otros personajes que el inspector no supo reconocer.
Había cuatro clientes y dos dependientes. Uno de ellos de estatura media, el otro podría ser jugador de baloncesto. El local era bastante amplio, con aire medieval; estaba presidido por una añeja mesa redonda, de noble madera, con un tablero labrado de algún juego desconocido para el policía; había armaduras, figuras antiguas, libros viejos y nuevos, trajes de diferentes ejércitos y órdenes religiosas, distintos tipos de armas, una máquina de coser en un rincón y rollos de tela de bonitas tonalidades.
Se sobresaltó, ya que, sigiloso, se acercó por detrás un joven, que debió salir de la trastienda, consultando en qué podía ayudarle. De la Varga, que supuso que era el dueño, prefirió no preguntarle aún por el italiano; le contó que estaba mirando telas para hacer un disfraz a su nieto. Se interesó por el horario, para volver en otro momento.
Continuó observándolo todo, desde la zona donde estaban situadas las telas. Le llamó la atención el reloj del dependiente más bajo, que, a pesar de su gran tamaño, le pareció precioso. Se cayó una figurita al suelo y, al seguir los movimientos del alto con la mirada, reparó en la elegancia y la originalidad de los zapatos que llevaba puestos. Por un hueco de la puerta del despacho le pareció ver, sobre una silla, un paquete plastificado de carteles de “Caballeros del honor”.
Recibió el dueño una llamada en su teléfono. Mientras escuchaba a su interlocutor, fijó su circunspecta mirada en el inspector. Éste se imaginó que estaba hablando con la dependienta de la otra tienda.
De la Varga abandono el local, con un casi inaudible “hasta luego”. Descendió caminando hasta la calle Padilla, giró un par de metros e hizo una llamada a la Unidad; esperó un momento y subió por donde había bajado, hasta esconderse detrás de una furgoneta de Correos. Al cabo de un par de minutos, salieron los clientes que quedaban adentro, quejándose de las prisas, junto con los tres vendedores, que cerraron de inmediato la cancela de la tienda y entraron a toda prisa en el todoterreno. Cuando arrancaron y empezaban a maniobrar se acercó el inspector a la ventanilla encañonando con su arma al conductor, el dueño de la tienda. En ese momento sonaron las sirenas de dos coches patrulla que aparecieron en Claudio Coello, cada una en un sentido de la calle.
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Tras el cristal de la sala de interrogatorios, la moldava no acabó de reconocer a Álvaro Valcarce, el dueño de Templario, como el que había discutido con Andrea, hasta que le oyó gritar histérico.
- ¡Era un maricón! Siempre que venía a la tienda se me insinuaba y me llamaba cara bonita, faccia bella; faccia bella, tienes que venir a Italia con Andrea, la stella di la passerella. ¡La stella!, ¡la puta stella! Teníamos que darle una lección. Él se creía una puta estrella, pues así debería acabar.
Los otros dos detenidos, que eran miembros destacados de la estructura de “Caballeros del honor”, organización reactivada tras la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, a la que también pertenecía su jefe, aunque persuadido por sus amigos, habían acabado reconociendo, tras un buen apretado de tuercas, su participación en el asesinato. El más alto fue el que le disparó por la espalda, con un arma del padre de Álvaro. El otro mutiló el cadáver. Los dos lo hicieron para vengar el acoso y las ofensas de “ese maricón” italiano a su amigo.
- No te parece -interrogaba la oficial Dafauce a Álvaro Valcarce-demasiada venganza, por muy machito y homófobo que seas, porque un tío te tirara los tejos.
Estuvieron unos tensos segundos en silencio, hasta que intervino el comisario De la Varga.
- Sí que debes ser muy machito, como dice mi compañera. Pinta tienes. Aunque, según me ha contado un pajarito, no parece importarte demasiado frecuentar ciertos lugares donde abundan esos chicos, un tanto amanerados, que tanto odias. Sabemos que alguna vez estuviste allí... con alguna estrella, y te vieron discutir. Tú, ¿cómo ibas?..., ¿pagando o cobrando?
Álvaro Valcarce se desmoronó y empezó a llorar sin consuelo, no tanto por arrepentimiento como por espanto a lo que pudieran pensar de él su familia, sus amigos y los caballeros. Le dejaron que se desahogara y, al cabo de un rato, acabó contándolo todo.
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Andrea, distribuidor independiente de ropa de diseño, con pequeñas taras, casi imperceptibles, viajaba periódicamente a Madrid. Visitó varias veces la tienda de ropa de Álvaro, siempre insinuándose entre bromas. Pero eso no fue lo que provocó su asesinato. Lo que lo desencadenó fue el hecho de que le hubiera visto con otro hombre, en actitud amorosa, en la Casa de Campo. A partir de ese día el italiano empezó a incomodarlo, diciéndole que tenía fotos e iba a contarlo todo. Pero no podía arriesgarse a que lo hiciera. Nadie de su entorno conocía su orientación sexual. Sus amigos, cabecillas de la homófoba “Caballeros del honor”, nunca le perdonarían su desviación; mucho peor sería si se enterasen en su casa, su padre, teniente coronel de la Guardia Civil, ya jubilado, le mataría si supiera que tenía un hijo maricón.
Convenció a sus amigos, exagerando los acosos del trasalpino, para, interpretando de forma caprichosa las normas de un juego de rol, acabar con la víctima convertida en lo que siempre había querido ser, una estrella. Sabía que nadie le echaría de menos.
La noche del 21 de marzo se hizo el encontradizo con Andrea, engatusándole para que se alejaran unos cien metros de donde estaban los demás ejercientes. Allí, escondidos, los esperaban sus amigos. Debajo de la copa de un pino, acabaron con su vida.
Metieron el cadáver en el todoterreno y lo llevaron a un chalet, medio aislado, que la familia de Álvaro tenía en Becerril de la Sierra, donde apenas pisaban, ya que sus padres estaban casi todo el año en Alicante. Allí lo descuartizaron. Al día siguiente, cuando se relajó el cuerpo, lo introdujeron en el disfraz y lo trasladaron a la rotonda del barrio de la Estrella, donde, tras orientar sus extremidades, lo abandonaron. Era el final del juego.
Antes se desprendieron de los restos humanos y vaciaron los bolsillos, excepto el inadvertido papelito con el número de teléfono. Se quedaron con los mocasines granates, de los que se encaprichó el alto, el reloj, el dinero y otros objetos de valor. Se repartieron entre los dos amigos, como agradecimiento, todo lo que merecía la pena. Pero, debajo de un sillón, quedó despistada la documentación.
Andrea Martino, natural de Brescia, Italia, nacido el 3 de marzo de 1976 (Stella di la passerella)
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