El gatito Manchitas era tierno, gordito y tremendamente curioso. Le encantaba explorar cada rincón del mundo, y ese día había descubierto algo fascinante: su reflejo en el espejo del agua.
Con sus ojitos bien abiertos y su cola levantada, se acercó despacito al borde del muelle, intentando ver mejor esa otra carita que lo imitaba. Pero se inclinó demasiado… y ¡plas! cayó al agua de cabeza.
—¡Miau! ¡Miau! —gritó desesperado, moviendo sus patitas sin control.
Luchó, luchó y luchó, pero cada vez tragaba más agua. Los gatitos no están hechos para nadar, y Manchitas ya sentía cómo su fuerza se apagaba. Cuando estaba a punto de rendirse, algo suave y rosado lo rodeó. Unos tentáculos gentiles lo alzaron y lo llevaron rápido hacia la superficie.
—¡Miau, miau, miau! —jadeó al recuperar el aire.
Temblando como una bolita de pelos mojados, se sacudió con todas sus fuerzas y miró a su salvadora. Frente a él había un bello calamar rosado, con unos ojos inmensos y cálidos.
—¡Gracias pescadito! —exclamó Manchitas feliz— ¡Gracias por salvarme!
El calamar sonrió.
—No soy un pescadito, gatito —respondió dulcemente—. Soy un molusco. Y me llamo Sofía. ¿Y tú?
—Soy Manchitas, un gatito curioso. Tan curioso que casi pierdo mis siete vidas —dijo tratando de hacer una broma, aunque todavía le temblaban las patitas.
Se quedaron conversando largo rato. Pero llegó el momento de despedirse.
Los calamares pertenecen al agua, y los gatitos a la tierra.
—Manchitas —dijo Sofía con tristeza—, debo regresar al océano. Allí es donde puedo respirar. Pero me alegró mucho conocerte.
Manchitas la vio alejarse entre las ondas del mar. Sintió una mezcla extraña de alegría y dolor. ¿Cómo podía ser que su mejor amiga viviera en un mundo diferente al suyo?
A la mañana siguiente, muy temprano, Manchitas volvió a la orilla. Había juntado flores y construido un pequeño canasto con ramas para regalárselo. No estaba seguro de si a los calamares les gustaban las flores, pero quería intentarlo. Esperó horas enteras, quieto y ronroneando bajito.
Finalmente, un brillo rosado se acercó desde el fondo del mar. Era Sofía.
—¡Miau, miau, Sofía! ¡Sabía que vendrías! —gritó corriendo hacia ella, mientras todas las flores salían volando en su tropiezo apresurado.
Ella rió bajito, pero su carita estaba triste.
—Vengo a despedirme —dijo suavemente—. Mañana viajaré con mis padres a otra parte del mundo.
El corazón de Manchitas se apretó.
No solo vivían en mundos distintos… ahora también estarían lejos.
—¡Yo voy contigo! —exclamó decidido—. No quiero vivir en un lugar donde no pueda ver a mi mejor amiga.
—Manchitas, yo vivo en el agua —respondió Sofía acariciando su cabeza con un tentáculo—. Es imposible.
El gatito parpadeó confundido.
—¿Imposible? ¿Qué significa eso?
Él no conocía esa palabra. Nunca había creído que algo no pudiera hacerse.
—Antes de que caiga el sol —anunció con valentía— voy a estar aquí, listo para irme contigo.
Y salió corriendo por la playa, decidido como nunca en su vida.
Revolvió cuerdas, botellas, plásticos, latas viejas y pedazos de madera. Ató, cortó, empujó, mordió. Construyó una especie de submarino con ventanas redondas hechas de botellas transparentes y remos hechos con cucharones. Y para darse coraje, se puso un parche de tela negra en un ojo, como los piratas de los cuentos.
El día se fue escondiendo. Sofía lo esperó en la orilla, mirando el horizonte con la esperanza a medio encender.
Pero Manchitas no aparecía.
—Tal vez… tal vez era realmente imposible —susurró, sintiendo cómo un nudo se hacía en su pecho.
Dio la vuelta y comenzó a sumergirse en el océano oscuro.
Entonces se escuchó un ruido increíble.
¡Bloop! ¡Glup! ¡Splash!
Y luces pequeñas burbujearon desde el fondo.
—¿Qué es eso? —murmuró sorprendida.
Y de pronto emergió un pequeño submarino torcido y tambaleante, hecho de plásticos, cuerdas y tapitas.
Detrás del cristal chorreante, Manchitas, con su parche pirata y una sonrisa enorme.
—¡Sofía! —gritó él desde adentro— ¡Cumplí mi palabra! ¡Vine a buscarte al fondo del mar!
Sofía no podía creerlo.
—Manchitas… ¡lo lograste! —dijo emocionada—. ¡Viniste!
—Claro que sí —respondió orgulloso—. Yo no creo en los imposibles.
Y juntos comenzaron una aventura que cambió para siempre dos mundos que parecían no tener nada en común.
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