Para “La Parda”, parda por su condición racial, de piel, de cruce de razas, Amalia Ortíz, la Patria era una persona que ella conocía, de carne y hueso, un ser que se vestía con una falda de raso celeste y blanco y que había nacido en ese caserío burgués, con techos de tejas españolas, muy cerca de la mansión de sus amos.
Quienes la conocieron en su prolongada, casi centenaria vida, sabían, y en los encuentros con ella buscaban sacar a la superficie de sus recuerdos esos días, sobre todo esa semana en que finaliza el mes de mayo del 1810, para que ella ahondara con sus ocurrencias en detalles, en miradas, en trasnochadas reuniones (donde servía a sus patrones e invitados), en comentarios que nunca entendió y superaban seguramente su intelecto no entrenado.
Cuenta, con pinceladas muchas veces hasta significativamente olfativas, como guardó objetos de esa época en su baúl, un viejo cajón –no muy grande- confeccionado con madera de pino y tapizado en tela rustica y oscura, su único lugar íntimo y secreto, entre otros: un pañuelo que olvido fulano (y luego fue uno de los integrantes de la Primera Junta) o una gruesa cinta identificatoria -que se fue apelmazando con los años- hasta ser solo un trapo que se confunde con la mugre y da un poco de asco tenerla en las manos.
También recuerda y detalla el acopio de algunos papeles envueltos como rollos, que se parten, se cuartean de secos al tratar de abrirlos, y sobre todo las cartas, misivas que olvidaban en los tapetes algunos invitados (a veces por la urgencia de esos días demasiado arduos y quemantes) y ella sin entenderlas -por no saber leer- atesoró en una caja disimulada por puntillas (que tejió en tardes de lluvia, con agujas muy finas).
Cartas que guardan secretos inocentes, banalidades u órdenes no cumplidas, quien sabe, pasaron tantos años dice la anciana, sin quererlo he llegado a los noventa y dos.
-Creo que soy la única que queda de los que hicieron la Patria.
En su voz achacosa y tierna suelen aparecer historias, anécdotas callejeras o de esclavos, que se refugiaban en las cocinas a cuchichearlas y que luego caminaban los salones solo para servir bandejas, recoger platos y copas vacías o encender velas.
-Hace años que no veo por las calles a los hijos y a los padres de la Patria –Dice y suspira.
-Se van muriendo todos, como ella misma.
Fue una revolución que se gestó en los salones, les escuchó decir a comerciantes, a gente de negocios que amasaron sus fortunas importando manufacturas desde Inglaterra y también a militares que entre campañas frecuentaban a sus amos, años, décadas después esto salía de boca de estancieros, muchos de ellos terratenientes de extensiones a veces infinitas de pampa.
También repetía la insolencia de jóvenes que afirmaban que lo de mayo no fue una revolución, que no hubo participación popular, que el pueblo, que el populacho y la chusma aborigen estuvo al margen de los hechos, que ello solo creció en la fantasía de algunos trasnochados políticos o de aquellos que buscan tergiversar la historia. La historia, esa dama también, tan diversa y densa.
-Hasta dicen que la Patria no nació ese 25 de mayo glorioso.
No, no había gauchos en la ciudad, se los veía muy poco, el gaucherío estaba en la campaña y raramente alguno llegaba hasta el puerto para vender algo, o hacer trueque con guampas de toros baguales, o cerda, o el plumaje de los avestruces.
No eran de ahí.
Rosas los trajo (años después) los metió en Buenos Aires con uniformes y paga de soldados, fueron poblando los arrabales con su pobreza y costumbres bárbaras. Allí quedaron. Haciendo crecer la ciudad en rancheríos, marchando en el barro de sus calles, hundiéndola en el campo.
Nunca les interesó la Patria a esos marginales, la tierra como suya, como posesión, ya lo tenían:
-El desierto, esa inmensidad sin límites, donde todo se diluye, donde mueren rápidamente las marcas y la huellas. Hasta la memoria se pierde en esas distancias infinitas, era de ellos y ponían su rancho donde caía su antojo.
-Se apropiaban -usando el lazo- de los animales que por el vagaban pululando, solo eso les costaba la carne y el cuero. Elegían la vaca más gorda para mantenerse y el mejor potro para ayudarlos en sus enceres.
-Ningún gaucho abandona su caballo para agacharse a arañar el suelo -nos decía un mestizo (como todos ellos)- cuando le hablaban de cultivar la tierra, que solía venir a vender su producción a los patios traseros de las casas pudientes y nosotras los acercábamos a la cocina para escucharlos, y comprarle algunas lanas y pelos.
-¡Que esperanza niños! -Cuando tengan los años que tengo yo, y hayan visto lo que pasó en todos estos largos años podrán ver que hace mucho la Patria ha muerto.
-¡Si lo sabré, que la conocí desde que nació! –Gritaba y luego se embebía en un espíritu taciturno, quedando quieta, como momificada en vida.
Y se veía en ella a la Patria misma, soñando con sus antiguos y fieles amantes.
-¿Qué escenas quedan después de que las cosas sucedieron?
En momentos de lucidez y plena vigilia solía mirar o elevar la nariz hacia la sala de la biblioteca como en busca de algo en el color de los lomos encuadernados en cuero o en el olor de los libros.
-En estos volúmenes solo se leen historias nuestras, nadie que viene de afuera las entendería, son las crónicas y relatos de los patriotas iniciales. Se narran a sí mismos.
Armaba un cuchicheo casi secreto para decir: - Ahí está la memoria de la revolución para que no la olviden ustedes, los descendientes y son los únicos que deben leerlas.
Para que no se esfume, como ocurre con los recuerdos cuando son llevados a la campaña y se pierden más allá de las pampas, en el desierto, que los traga o los desfigura y una no los reconoce cuando regresan.
Son como espectros.
-Yo soy analfabeta pero me siento habitada por las historias, no me hace falta leerlas anduve siempre dentro ellas.
Por eso heredé el mandato de que hay que repetir obsesivamente los actos y rituales patrios, conmemorar los días mostrando solemne respeto y reforzar en ellos, con la palabra en los discursos o en los textos de homenaje la personalidad de los hacedores y la de los que con su sangre la mantuvieron liberta.
Esa es la única forma que sabían –aunque yo lo supe de escuchar charlas privadas en los salones donde fui servidumbre-, y que pudieron detener el tiempo y conservar el patrimonio histórico lo más intacto posible.
Sonreía al oír lo que hablaba, como cuando se descubre un acertijo.
Quizá por eso en mí el tiempo trascurre así, más lento, y solo ven mi decrepitud los recién llegados. Los que vienen de afuera, esos que se amontonan en los barcos.
Los que quedan, los que aún no han muerto, los que repiten los ritos, creen en poder cerrar el círculo. En mantenerlo hermético.
Pero siempre hay tranqueras que alguien las deja abiertas, grietas, alambres cortados en los campos, espacios transparentes por donde alguien pasa…y la historia se mueve, y ese temblor nos va matando a los que hicimos la Patria.
Es como si todo el tiempo acumulado afuera (esa aglomeración, esa chusma ultramarina) se filtra por estos portales y (a mí me pasa) desconocemos hasta nuestros propios vecinos de siempre, a los dueños y las residencias y hasta las estancias quedan vacías u hormiguean los extraños con otros idiomas y otras manias.
Estudiosos que conviven en logias o moran claustros prestigiosos de esta Nación, dicen que son útiles la cabalas de conservación o guardar objetos de los tiempos iniciales (como yo lo hago) atesorando en ellos lo sagrado.
Siempre los mantuve sacramente escondidos de los que arriban, y que no nos engañan tratando de simular falsos linajes patriotas, ni mentir su genealogía.
-Es muy fácil identificar a quien tiene o no, la sangre de los que formamos este país…
-El tiempo, aquí dentro no nos pasa.
Salir, nadie de nosotros quiere salir, salir es vagar en una inmensidad extensa, infinita, comemierda, extranjera, donde los nombres lentamente se borran para llamarse todos iguales.
Ese desierto más allá del que exploró Estanislao Zeballos y conquistó Roca, que es afuera y es una zona aún poco confiable, sin nuestra civilización dominándola, donde todo se mezcla y mueren nuestros títulos, no nos sirve.
También donde los movimientos, los precisos movimientos para que esto perdure, son imposibles de repetir y con más frecuencia y atropelladamente aparecen las fisuras del circulo, se amplían los pasajes. Crecen huellas por todo el territorio.
Muy a pesar de la bizarría de nuestros hombres de armas y el coraje sus espadas.
Pero algo hay atrás que sigue latiendo.
La anciana se duerme en su lugar (en un parpadeo) con una sonrisa leve pintada en los labios.
(Buenos Aires - 1885)
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