“Caminar por el pasillo del hospital y escuchar los gritos desaforados del hombre al que le habían amputado…”.
De esta manera tan directa podría haber empezado esta historia si yo mismo no hubiese guardado en mi cerebro una tragedia distinta.
El hecho es indudable. Yulianov se ha tocado las piernas una vez más en un acto conocido y repugnante porque los dedos de sus manos se le hunden en las rodillas y penetran en el espacio de los huesos. Justo donde debería haber un cartílago, un ligamento, un tendón, un hueco requerido para asegurar el rozamiento, el giro, la doblez de la materia, no hay otra cosa que una masa amorfa y blanda, tan mórbida que las yemas de sus dedos amasan esta zona como si alguien se tocase los brazos carnosos y cálidos. Yulianov nació con la desconocida osteomalacia y como nadie sabía lo que le pasaba al niño, pronto comenzaron a darle de lado y a tratarle como a un pequeño ser miserable. Por las noches el niño, sentado sobre la cima de su sillón elevado, comía con ganas la sopa caliente que su madre le había preparado con esmero. Sin embargo, en el silencio espeso de la cena su padre y su madre se miraban de hito en hito y con los ojos se decían lo que con sus bocas callaban: “Este niño nuestro no llegará a ningún lado y lo peor es que no tenemos ninguna esperanza de sanación, ¡con lo que cuesta todo!” Las sombras enrarecidas de la casa de salud y los llantos desesperados, el sonido de las herramientas cortando miembros, huesos, carne, los hilos de sangre chorreando en aquel ambiente infernal, los chillidos, los temblores de los enfermos cuando veían acercarse las cuchillas afiladas, todo este cuadro de terror llegó a mi mente cuando vi por primera vez a Yulianov recostado sobre la cama del hospital. Y me acordé del soldado y de Amharat, el pequeño al que le habían dejado sólo dos muñones por piernas. Lo de Yulianov era distinto. Él sí tenía piernas, pero formadas por un hueco esponjoso y húmedo que año tras año ampliaba el espacio de sus extremidades, avanzando y avanzando inexorablemente en busca de un destino que le postraría pronto en una silla de ruedas. Lo mejor para este hombre, sin duda, era la ausencia de dolor. Por mucho que los niños se entretuvieran en pellizcar sus rodillas, sus tobillos o en pinchar con alfileres las plantas de sus pies, Yulianov no sentía nada, como si el dolor se hubiese rendido en aquella parte de su cuerpo. Los médicos le miraban y el único consuelo que le daban era una simple caricia o una falsa sonrisa de conmiseración y de humanidad.
A los veinte años Yulianov y su silla de ruedas, comprendiendo que a esa edad ya estaban los dos de más en su casa, les dijeron a sus padres: “Nos marchamos”. De esto han pasado ya veinticinco. Ahora Yulianov blanquea el espacio con el color de su cabello y cuenta sus arrugas mirando al espejo. Sus padres murieron de dolor y fueron enterrados en el fondo de una tierra rojiza y apelmazada y sus recuerdos se diluyeron en el aire de la historia para nunca más ser recuperados. Sólo el hijo pensaba en ellos de vez en cuando, en los momentos de soledad, cuando su alma se sabía rodeada de silencio y de desahogo. Y el hombre, ―Yulianov había heredado la envergadura del padre y la serenidad de la madre―, viajó de feria en feria con su silla de ruedas, su mochila abultada y sus huesos deshechos. Alquilaba su cuerpo por el dinero que la gente estuviese dispuesta a pagar. Simplemente compraba Tiempo. Un tiempo dilatado y sonoro, un tiempo absoluto donde esconder sus miserias, un tiempo, en fin, con sus días y sus noches, con sus silencios y sus anhelos. Y con todas las horas que el de lo alto le había ofrecido él hacía negocio. Un negocio de vida y de muerte, de risas y de llantos.
Pero lo malo es que en esa función, y justo en la última caída, en el momento exacto en el que finalizaba la actuación de esa noche, Yulianov se había partido en dos los huesos propios de la nariz y de ésta, deformada grotescamente, chorreaba sangre sin cesar, con lo que el público salió de la sala sobrecogido y los encargados de la puesta en escena, tomando al hombre por debajo de las axilas, le llevaron hasta la sala de curas más cercana. Yulianov yacía boca arriba con la cara deshecha, los pómulos encerrados en dos enormes círculos cárdenos y con los ojos vidriosos. Pensaba el desgraciado en su futuro y en el silencio espeso de la habitación reconocía lo miserable que era su vida. Esa noche ―recordaba― la sala se encontraba llena de espectadores. La mayoría eran familias que habían llevado hasta allí a sus hijos pequeños, una forma cualquiera de educarlos en los sinsabores agrios de la vida. Pero también había señoras maduras entradas en años, en esos espacios rancios donde los recuerdos comienzan a llenar la soledad de las tardes inacabables; y hombres del campo, toscos, brutos, ignorantes y holgazanes, que acudían al espectáculo para apostar cuántas veces Yulianov soportaría el martirio de caer de bruces sobre la superficie del suelo. Cuatro, había apostado el mayor de todos ellos, y lo hacía con los labios estirados, sonriente, sabiendo de antemano que Yulianov no aguantaría una quinta caída. Esa noche el viejo perdió la partida y salió de la sala cabizbajo y maldiciendo al inválido y a toda su ascendencia. Era extraño que Yulianov hubiese llegado hasta ese extremo de sufrimiento. Normalmente a la segunda o a la tercera caída levantaba los brazos, inclinaba el torso y agradecía al público el hecho de que hubiese asistido. También agradecía los aplausos con los que unos y otros agasajaban al pobre desdichado. Luego los dos antebrazos fornidos sujetaban el cuerpo liviano y exhausto del hombre, lo colocaban sobre la silla portátil y lo llevaban hasta la puerta del establecimiento. De allí en adelante poco les importaba la suerte del infortunado.
Yulianov balbucea bajo la tenue luz de la lámpara. Sus labios se mueven, resecos y agrietados, y su garganta emite unos sencillos gruñidos de hombre acabado. En el silencio de la noche cuenta y recuenta el dinero que ha ido acumulando a lo largo de todos estos años de circo, de carpa en carpa, de pueblo en pueblo. Sus recuerdos se remontan entonces a aquella primera vez en que el encargado le dijo: “¿Y no se te ocurre algo mejor que ese disparate para entusiasmar a la gente?”. Yulianov sabía que al pueblo le gustaba eso, la sangre, lo grotesco, lo absurdamente elaborado. Y creyó atisbar un pequeño rastro de luz en su vida cuando alguien le susurró al oído: “Cáete…”. Yulianov miró hacia el pequeño engendro que pronunciaba esa palabra con un bisbiseo serpentino y entonces comprendió, tocándose las piernas, que además de esos muñones amorfos e insensibles, tenía un torso ancho y fornido, y unos brazos musculosos y una espalda que podía soportar el peso de tres hombres sobre ella. Luego se inclinó delante del viejo y le dijo con un tono desenvuelto que ya tenía la solución.
Aquella primera vez la sala se encontraba medio llena y medio vacía. Sólo algunos borrachos y algunas mujerzuelas de la vida sentadas al tresbolillo prestaban atención a lo que sucedía en el escenario. De pronto se encendieron las luces y se descorrieron las cortinas dejando pasar a Yulianov postrado como un idiota ante la desvergüenza de su ignorancia. El escaso público enmudeció, se soltaron las copas sobre las mesas, las cartas detuvieron sus movimientos y los hombres rudos comenzaron a sonreír esperando que en cualquier momento esa piltrafa de hombre soltara algún disparate. Pero Yulianov se limitó a sostener su hemiplejia delante de todos. Apoyando los brazos sobre los soportes de la silla elevó su figura hasta colocar las plantas de los pies sobre la tarima de madera. Luego soltó una mano y el cuerpo le tembló. Si me suelto de la otra todo está acabado―pensaba. Y en un gesto de audacia y de temeridad soltó también la otra mano. Con el torso semiderruido, formando un ángulo obtuso bajo las luces del escenario, las piernas de Yulianov comenzaron a crujir, rechinando hueso contra hueso, ampliando el espacio vacuo entre los tejidos de sus piernas. En sólo tres segundos situó sus manos detrás del cuerpo para evitar que cayeran delante y su cuerpo se desplomó sobre el escenario haciendo que una señora se desmayase del susto. Un viejo con voz aguardentosa se restregó los ojos y luego se echó a reír. Nadie comprendía el motivo del acto y ni siquiera el mérito del artista. Además, la duración del drama sólo había alcanzado apenas unos segundos…Pero el drama estaba allí, arruinado, deshecho, con los labios reventados por la fuerza del impacto y por la aspereza de las últimas tablas donde su cara había caído.
El número cobró pronto un éxito inesperado y el dueño del local le contrató por un mes ―de prueba, le dijo, afirmando el cigarro entre sus gruesos y brillantes labios―, de manera que durante esos treinta días, descontando los diez primeros en que tardó en cicatrizar el horror de su cara, Yulianov vivió feliz pensando en la suerte que había llegado por fin a su vida. Y pensó en su padre y en su madre, en aquellas cenas frugales a la luz de las mariposas, en su casa, dentro del cuadro de tristeza y de penuria donde vivió sus primeros años.
Le fue bien a partir de ese día. Cada noche acudían más curiosos a la sala donde Yulianov clavaba su número, superándose noche a noche. El hombre repetía una y otra vez la caída que tanta gracia levantaba entre el público y tenía cuidado de doblar el rostro en el momento exacto del impacto, para así proteger los huesos más débiles de su cara. Pronto comenzaron las apuestas y Yulianov se encontró cada vez más satisfecho de su hazaña diaria. Llegó a ganar una suculenta fortuna con las monedas de los espectadores. El número de caídas era de tres por noche. Pero Yulianov, cuando veía la bolsa repleta de monedas se atrevía con una cuarta caída para ganar en un día, en un solo episodio, lo que sus padres tardaron semanas o tal vez meses en recaudar a base de duros trabajos.
A partir del primer mes se corrió la voz por toda la ciudad y el público llegó a darse codazos para conseguir uno de los primeros asientos. Los padres colocaban a sus hijos entre sus piernas abiertas y les animaban a aplaudir cada vez que Yulianov golpeaba su rostro contra el suelo. A veces, en un descuido, el golpe era tan violento que un reguero de sangre salpicaba los primeros asientos y entonces los niños palmoteaban el aire con sus manitas y los padres, limpiándoles los cachetes de la sangre tibia, vociferaban exaltados para que Yulianov repitiera el espectáculo.
Una noche de primavera la sala había abierto sus puertas de par en par y la gente comenzó a entrar en el recinto hasta que ya no quedó ningún asiento vacío. En la puerta del edificio el viejo empresario había colocado un cartel anunciando a bombo y platillo que aquella noche el espectáculo habría de ser inolvidable, lo nunca visto, algo sencillamente extraordinario. Por el módico precio de unos pocos kopeks quién se atrevería a perderse la escena mortificante de un hombre derretido sobre sus piernas, de un ser humillado que estaba dispuesto a destapar el tarro de las risas sin fin y de los aplausos rabiosos. Yulianov había prometido esa noche una quinta caída. Sí, oyen ustedes bien, una quinta sacudida de sus miembros sobre el suelo. La gente se miraba con los rostros asombrados e incrédulos. Algunos vociferaron que Yulianov no era más que un simple embustero porque nadie se había dejado caer nunca de esa manera hasta cinco veces sin haber muerto en el intento. Otros sin embargo asentían con sus caras sonrientes y engalanaban su pensamiento con ufanos presentimientos de triunfo. El viejo entró en el camerino con el cigarro entre los labios. Las manos le temblaban y sus cortas y vivarachas piernas desplazaban al hombre de acá para allá, nervioso, alterado, hecho un flan. Yulio, sabes que no podrás―le decía a nuestro hombre. ¡Yulio, es una locura!―le gritaba en medio de las luces proyectadas en el camerino. Pero Yulianov sonreía mansamente, se arreglaba el cabello, embadurnaba sus pómulos con una ligera capa de aceites aromáticos y parecía el hombre más seguro y feliz del mundo. Cuando Yulianov irrumpió en el escenario los focos le apuntaron creando un trágico juego de sombras amorfas. La gente calló. Se hizo un silencio espeso y entonces todo se calmó, los asistentes dejaron de beber, de jugar, de sobarse por debajo de las mesas, todos abrieron sus bocas y clavaron sus ojos en el torso duro y ancho del hombre que en poco tiempo caería no una, ni dos, ni tres, ni siquiera cuatro veces al suelo, sino cinco, cinco terribles veces, cinco definitivas veces su cuerpo se iría destrozando delante de un público enfebrecido y anhelante. Las apuestas corrieron como la pólvora, a cinco, a diez, a veinte kopeks la caída. La quinta de ellas había alcanzado la tremenda cifra, la increíble cifra de cien kopeks. Si el hombre resistía, cosa que nadie pensaba, por supuesto, el ganador se embolsaría dinero para no tener que trabajar durante el resto de su vida. Y Yulianov también. También él ganaría una suculenta cifra, una bolsa repleta de monedas de oro, de tanto oro que valdría para retirarse del negocio para siempre.
Comenzó el espectáculo a la hora prevista y Yulianov cayó la primera vez con la cara torcida hacia la derecha, de modo que la parte izquierda de su cabeza fue la que recibió el tremendo impacto inicial. Al golpear sus huesos contra el suelo la tarima tembló y las copas se levantaron al cielo, brindando, chocando unas con otras, corriendo el licor jubiloso entre los asistentes. Pronto le levantaron del suelo, le sentaron sobre la silla, le limpiaron los restos de madera adheridos a su piel y le permitieron recuperar el aliento durante unos instantes. Mas como tardara un poco más de lo acostumbrado en reaccionar el público comenzó a palmotear el aire, restallando sus dedos, silbando, tosiendo, profiriendo, en fin, todo tipo de sonidos para que Yulianov volviese a caer de nuevo. El viejo, que asomaba sus narices detrás de un biombo, se mordía los labios y ensalivaba sin querer el extremo de un ancho cigarro. La sala rebosaba de entusiasmo y el rumor se corría de boca en boca hasta llegar a la calle, hasta los que esperaban el codiciado desenlace con los ojos pendientes en las cifras apostadas. A los pocos minutos los dos hombres gigantes que trabajaban para el viejo levantaron a Yulianov sujetándolo por los brazos, le miraron esperando la señal de aprobación y le acercaron los pies a la línea marcada en el suelo. Yulianov estaba a punto de caer de nuevo. Y el hombre, mirando a través de las luces cegadoras, adivinó los ojillos de una pequeña rubita que se escondía entre las piernas de su padre. La chiquilla estaba atemorizada pero su padre la había llevado al espectáculo porque no tenían cosa mejor que hacer. Yulianov contó el tiempo, tragó saliva, se frotó el rostro con las manos ocultando brevemente su mirada de las punzantes ojeadas del público. Los hombres le sujetaban por debajo de las axilas sin el menor esfuerzo, pues Yulianov había ido perdiendo peso con el paso de los años. Cuando retiró sus manos de los ojos miró al fortachón que le sujetaba del brazo derecho y le dijo: Ya estoy listo. Así pues, de esta manera tan generosa Yulianov sostuvo su cuerpo en posición totalmente recta, intentando aguantar lo más posible antes de caer de bruces. La gente se impacientaba, todos deseaban fervorosamente que el cuerpo del hombre se desplomase sobre la madera y rebotase una, dos, tres veces, y ver de esta forma la sangre regando el suelo, los brazos del hombre derrotados, las piernas abiertas, sin dolor, blandas, tiernas, el cabello esparcido por el aire formando unas figuras imposibles. Todos anhelaban comprobar el sufrimiento del otro, del ser ajeno, del hermano en el dolor. Comprobar, en definitiva, que también la venganza sorda y cruda era necesaria para dormir a gusto hasta la mañana siguiente. Yulianov cerró los párpados, pensó en sus padres fallecidos y luego se dejó caer doblando en este caso su cabeza hacia la izquierda. El impacto fue colosal. El cuerpo del hombre, derramado sobre la tarima permanecía quieto como si se tratara de un cadáver. Al principio los espectadores quedaron enmudecidos porque todos pensaban que el espectáculo ya había terminado. Pero en escasos segundos alguien reparó en un leve movimiento de la cabeza de Yulianov y gritó con todas sus fuerzas: ¡Está vivo, el imbécil está vivo! De nuevo subieron las copas al aire y las risas dibujaron una nube sobre la escena donde esto sucedía. Del filo de la tarima corrió sigilosamente un hilillo de sangre emanado del corte que Yulianov se había hecho con una astilla levantada. La parte derecha de su rostro tomó entonces un matiz amoratado y el pómulo se hinchó como la vela de un barco abombada por el viento. Ya iban dos caídas. Tan sólo faltaban tres. Y en esta situación algunos espectadores salieron a la calle para vomitar la vergüenza que habían pasado. Otros, los menos sensibles, comenzaron a gritar al viejo para que Yulianov se levantase del suelo. Los hombres se miraron, después comprobaron los ademanes del viejo que les conminaban a que le levantasen y le colocasen de nuevo sobre la silla. Yulianov, sentado sobre la misma y sabiéndose derrotado, respiraba con trabajo. Sabía que estaba resistiendo como un héroe en plena batalla e imaginaba la bolsa abultada de monedas y veía así, en definitiva, más cercano el momento de la retirada. Pero la gente clamaba, los niños chillaban al hombre sin comprender en absoluto la tragedia que estaban contemplando. Por tercera vez el cuerpo inerme del hombre se encontró sostenido por las manos robustas de los guardianes del viejo. Izaron la masa de carne dolorida. Yulianov no sentía nada de cintura para abajo. Sólo un levísimo cosquilleo en las muñecas y un dolor sordo y profundo en los carrillos que habían sido golpeados. De pie, Yulianov rezó para sus adentros todo lo que pudo, su pecho se relajó aspirando ahora el aire de manera menos violenta. Sentía las pulsaciones disparadas pero el hombre tenía coraje y aguante y sobre todo mucho amor propio. No se rendiría jamás. Mejor morir delante de todos que renunciar a lo que la vida le había encargado, a lo que su desdichado destino le tenía escrito. Los camareros no cesaban en su trajín de llenar copas y más copas a las mujeres que hablaban sin parar al lado de sus maridos. Nadie comprendía lo absurdo de aquello pero lo cierto es que nadie tampoco estaba dispuesto a renunciar a tamaño espectáculo. Se renovaron las apuestas alcanzando cifras extraordinarias. La voz se corrió hacia la calle y pronto todos supieron que Yulianov caería de nuevo por tercera vez. Los hombres se pasaban de mano en mano los billetes y las monedas en un deseo alocado e irresponsable de apostar todo lo que tenían. El viejo chupó el extremo del cigarro, aspiró profundamente llenando sus pulmones de una densa madeja de humo y luego levantó su mano derecha, Los guardianes, al comprobar la señal, levantaron el maltrecho y casi exánime cuerpo de Yulianov y éste, con los ojos entornados, comprendió que pronto llegaría la tercera de las caídas. En efecto, sin esperar más de lo acostumbrado los dedos enormes de los dos hombres soltaron los brazos de Yulianov y éste quedó solo en el hueco del aire que le servía de apoyo. Mas pronto la inercia y el equilibrio inestable en el que el hombre se encontraba retiró sus fuerzas frente a la energía de la gravedad que ganaba la partida. Colocados sus brazos detrás de la cintura Yulianov no sabía bien qué parte de la cabeza debería ahora chocar contra el suelo, y por un leve pensamiento que corrió veloz por sus neuronas acertó inclinando su rostro como al principio. Se sucedieron las emociones exaltadas, la gente clamó con las manos en alto y se abrazaron en fraternal adorno de hipocresía. Ni siquiera se escuchó esta vez el tremendo cimbreo del cuerpo al caer sobre la tarima, tanta era la confusión que reinaba en la sala. El viejo frotó sus manos y rio comprendiendo que el negocio funcionaba como él quería. La sangre brotó de la cara de Yulianov y tuvieron que llamar al médico forense para que certificase si el espectáculo podía o no continuar. Éste, abriendo los párpados de Yulianov comprobó que aún había un rastro de vida en aquel cuerpo y decidió que la cuarta caída era posible. Los amigos entonces, al saber la noticia, abrazaron al médico felicitándole, y le llenaron el vaso de vodka. Yulianov, sentado en la silla de la tortura, había perdido el sentido de la orientación y reía con la boca abierta como un tonto que juega. Soñaba con sus padres y con sus piernas y las veía fuertes, huesudas, firmes sobre el suelo y se veía así mismo de niño corriendo por las calles sin parar derrochando un esfuerzo que le había resultado siempre esquivo. De pie sobre la tarima notó que su cuerpo flotaba en una nube cargada de humos y de voces, de risas y de sangre. Pronto echó su torso hacia delante y golpeó la tarima con la cara al completo. No había sido capaz de volver la cabeza a un lado para repartir el dolor del impacto. Fueron sus ojos, su nariz, su boca, su barbilla, las que reventaron el suelo en el tercer impacto de esa madrugada. La nariz, partida en dos, chorreaba sangre y trozos de carne desgarrada, sus labios, estallados, se abrieron como la corola de una flor en plena primavera y de su boca manó un líquido amarillo y denso que empapó el suelo formando un dibujo extraño y sombrío. Esta vez, sin embargo, todos bajaron las cabezas y comenzaron a salir del recinto sin levantar un murmullo pues todo el mundo entendió que Yulianov había muerto. Tan sólo quedó el silencio del tiempo, el brillo de unas monedas olvidadas por alguien sin nombre, la ceniza de un cigarro acabado y el cuerpo de un hombre desdichado que no había sabido o querido medir sus fuerzas. O tal vez había retado simplemente a la vida con la única fuerza de su convicción, la fuerza de un ser humano que renuncia a todo y da su generosidad por válida.
El murmullo fue descendiendo en intensidad conforme los clientes salían del local. Se les notaba que iban insatisfechos pues se les había prometido una hazaña sin parangón y resultaba que el hombre de la cara desfigurada había sido un verdadero fraude. Sólo había aguantado tres caídas. Y la gente, las mujeres, los hombres, los chiquillos juguetones querían más, deseaban ver de nuevo, aunque fuese por última vez, la caída lenta y emocionante de un hombre bajo su propio peso, dilatando el aire a su paso y ralentizando todo lo posible el tiempo para engrandecer, así, su acto de locura.
Yulianov aún respiraba echado sobre el suelo a todo lo largo de su cuerpo. Los guardianes le cogieron como si se tratase de un muñeco de trapo y le sentaron en la silla. Ni siquiera se les había ocurrido echarlo sobre un jergón a modo de cadáver que implora por un poco de silencio. Yulianov abrió los párpados y sólo atisbó la marea humana a través de las espaldas que se iban malhumoradas. Entonces, en un postrer acto involuntario, en un desmayo de su propia voluntad gimió algo ininteligible, pero lo suficientemente alto como para que los últimos asistentes se volvieran y comprendieran que todavía el cadáver resistía. Uno llamó al otro, éste tocó el hombro del vecino y la llamarada de rumores corrió velozmente sobre la muchedumbre hasta que alcanzó la calle sumida en la penumbra. Los que esperaban fuera no lo dudaron y confiando en la palabra del viejo empresario estaban seguros que Yulianov aguantaría hasta el final. La sangre corría por su cara, la piel de sus labios, levantada, dejaba entrever una carne rojiza y húmeda, tierna y sin protección. Le limpiaron la nariz, los pómulos, la barbilla y luego le repasaron con una toalla mojada el cuello donde se amontonaban los afluentes rojizos. Alguien, sintiendo un fondo de piedad por el hombre, subió al escenario y le acarició el rostro. Luego se volvió a su asiento y esperó. El viejo sonreía desde su rincón y los dos enormes gladiadores levantaron el cuerpo exangüe de Yulianov. Una brisa refrescó su rostro con la entrada de los últimos espectadores. Éstos reían por la fortuna de poder ver lo mejor del espectáculo y se reían para sus adentros de los que se habían marchado creyendo que todo había ya terminado. Yulianov apretó los músculos del abdomen y con los dedos se agarró fuerte a los hombros de los guardianes. Pensó: Debo aguantar, debo resistir, aunque sólo sea por vosotros. Se refería a sus padres y a la desdicha que les había supuesto haber nacido con esa tara incurable. Yulianov se vio de pronto en el aire. Aguantó de pie sabiendo que sus huesos esponjosos no durarían mucho en ceder. Confió en sus escasas fuerzas y cuando notó el acolchamiento de sus rodillas llegar hasta al máximo volcó su cuerpo de lado para no dar de nuevo con los huesos partidos sobre la tarima. El cuerpo rebotó un par de veces y el hombro derecho salió disparado de su sitio. Chilló por primera vez. El dolor había sido tan intenso que el hombre nada más notar el crujido del hombro supo de veras lo que se le venía encima. El médico forense se llevó las manos a la frente, asustado. Los primeros espectadores encogieron sus estómagos y varios de ellos, sin poder evitarlo, vomitaron allí mismo, sin haber tenido tiempo de salir corriendo en busca del baño.
Iban cuatro caídas. Faltaba sólo una, la última, la definitiva. Yulianov se lo jugaba todo en ese último desprendimiento y pensaba en mil cosas a la vez, como si una cinta grabada desde su nacimiento pasase de pronto por su mente. Comprendió que la memoria es algo que tenemos anclado en el fondo de nuestro espíritu y que sólo en determinadas circunstancias aflora como por arte de magia. Yulianov había llegado muy lejos, encontrándose justo en la línea que separa la vida de la muerte. Y, cosa extraña, en ese mismo instante la luz clareó su memoria y su entendimiento y llegó a verse por fuera de su cuerpo, como si su carne, sus tejidos, sus huesos, como si toda la materia de la que estaba hecho, no fuese la suya. Se vio desde fuera y le dio lástima de sí mismo. Dejaron de importarle las monedas apostadas, la gloria y las sonrisas de los presentes, dejó de pensar en ellos y se centró por primera vez en su vida en sí mismo. Y decidió, en medio del gentío y de los aplausos, que ya no deseaba ser el hombre que cae derrotado sobre la tarima de mierda de un antro como aquel. Pero en el momento de abrir la boca, un coágulo de sangre le aprisionó los dientes y fue incapaz de articular las palabras. El tiempo corría veloz, la impaciencia de los espectadores emergía como la espuma violenta de las olas del mar y el viejo, masticando la punta del cigarro, se movía de un lado a otro como un león enjaulado. Yulianov se encontraba de nuevo de pie sobre las piernas incapaces de sostenerle. La fuerza, ¿dónde estaba? Entreabriendo los párpados miró a los asistentes más cercanos y rezó por ellos, por sus almas, por sus vidas derrotadas, tan derrotadas como la suya. Llenó sus pulmones con el humo del ambiente y antes de caer por última vez tragó saliva, escupió un trozo de sangre confundida con la carne desgarrada y se dejó ir. Había desistido de su propia voluntad. Dejaba, así, que la vida hiciese con él lo que le diese la gana. Se echaba de esa manera en manos del destino y comprendió en la soledad de su entendimiento que de nada sirve lo que hagas en la vida, pues es ésta la que te lleva como si fueses un tronco deslizando sobre las aguas. El dolor se había rendido antes que él mismo y notaba su cuerpo ligero como una pluma. Se dijo: ¿Estará llegando al cielo? ¿Será este placer que experimento la verdadera dicha que a todos nos espera?
Soltaron el cuerpo, los brazos detrás de su cintura, la cara al frente, los ojos abiertos. Y fue una caída hermosa, limpia, inocente, la que le acercó hasta el suelo manchado de sangre. Lo observó todo a cámara lenta, las manos de la gente en alto, de un lado a otro, le parecieron olas de un mar embravecido, las copas brillantes, las nubes de humo, las voces, dilatadas e incomprensibles, que llegaban hasta sus oídos sin formar mensajes concretos. El suelo se acercaba pero Yulianov seguía con el rostro derecho. No decidía doblarlo. No le importaba el silencio del golpe ni los regueros de sangre esparcidos en el aire, no le importaba el dolor que posiblemente llegara. Sólo la calma, la paz, la felicidad que embargaban a este pobre diablo formaban un cuenco de vida en el fondo de su ser. Lo suficiente como para dejarse arrastrar en el río de la masa informe y trágica.
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