El auto negro
La ruta era todo un empedrado suelto con múltiples curvas, bajadas y subidas. Y los dos hombres que viajaban en una pequeña ambulancia temían, como de costumbre, no llegar a tiempo a Chucuma; la salita de primeros auxilios se abría siempre cerca de las nueve de la mañana y que quedaba a unos treinta kilómetros del poblado de Astica. De pronto, la movilidad comenzó a colear, a inclinarse hacia un lado y a derrapar como si se hubiera desbocado porque sí nomás.
-¡La flauta, che doctor!, se ha vuelto loca de vieja que está- dijo Juan, mientras hacía fuerza apoyando una mano en el parabrisas. Con la otra, rudo, volanteaba confiado en su pericia, sin dejar de mirar hacia adelante.
-¡Eh, eh, Juan!, que hay gente que nos está esperando… alcanzó a gritar. El rostro del joven médico se había puesto pálido.
-No, no, che doctor. Es que pinchamos una rueda.
El doctor titubeó, agitó la cabeza como si fuera de trapo y, con la mirada ciega, agregó:
-Justo ahora, rueda de porquería…
-Vos, doctor, no te hagás problema.
-¿Qué no me haga? Perooo, si ya debe haber gente en la sala, ¿o nó?
-Sí, si. Pero no te hagás problemas.
La mirada desencajada del médico, que Juan sintió como si fuera un ciego, se revolvió trazando círculos cuando aquél preguntó -¿Cómo que no me los haga?
-No, no…Sí. Hay que esperar. Eso. Ya vas a ver. Enseguida conseguiremos algo…ya vas a ver.
En eso estaban cuando se ve una polvareda que viene muy fuerte desde el Norte.
-Parece un camión grande o un auto.
-Nunca se sabe que será en tanto desierto polvoriento, che.
Comenzó a soplar un viento que aplastó aún más la ambulancia contra el cerro y dejó atónitos al médico y a Juan.
Golpean la ventana de la puerta y Juan atinó a decir.
-Ya salgo, ya salgo…
Un auto de color negro mostrando un brillante reflejo en el paragolpes está allí estacionado. Juan bajó de la movilidad y se dirigió hacia el lado del conductor más veloz que lo que sus piernas le daban, impulsado por el viento.
-Bajá, bajá che doctor, que el señor nos lleva…
Raudamente, los dos hombres y el auto negro se dirigían hacia el poblado. No se distinguía nada, ni siquiera el agua del Río La Mesada por donde estaban pasando, por la intensa tierra que de todos los costados los atacaba y que parecía que el auto flotaba en el aire.
Ninguno de los dos hombres decían nada, estaban mudos, transpirando, con más miedo que pánico. Se miraban, pero no se decían ni una sola palabra. Cabeceaban, moviéndose de un costado hacia el otro, se agarraban del asiento trasero para darse ánimo y el auto corcoveaba como cuando lo hacía la ambulancia al pinchar la rueda. Se alejaban de la ambulancia y se acercaban al pueblo.
Se dieron cuenta, que en ese auto negro no había ningún chofer. |