Había una vez, dentro de muchos, muchos años, una muchacha que había sido enviada a prisión.
Pasaba sus días ideando planes para escapar, pero siempre eran meras fantasías, pues a menos que convenciera al guardia de seguridad, su huída sería imposible.
Es que las cárceles en el futuro eran una cosa completamente diferente. Para empezar, no quedaban en el fondo de un sucio edificio, donde los presos eran maltratados hasta morirse de hambre, deshidratación o a manos de otros tipos. Tras la rejas. Al menos antes tenían agujeros por los cuales estirar los brazos y rogar ayuda. Pero todo eso, como muchas cosas, había cambiado.
Mas no la esencia de los humanos, que persiste pese al paso del tiempo. Nosotros seguíamos siendo bastante malos, y nuestras ideas se volvían cada vez más crueles.
Esta chica, se encontraba encerrada en una celda de “Lenta Tortura”. En una de las torres más altas de la ciudad, sobre el techo, en una caja de cristal ventilado. Y aunque su mirada se escapaba más allá del horizonte, sólo podía moverse dentro de su cubo. Un diámetro de tres metros, y sólo dos de alto.
Imagina tener todo el mundo a tus pies, con sus magníficas e increíbles vistas, con tus sueños y deseos por delante, y no poder hacer absolutamente nada para seguirlos; inalcanzables.
Así se sentía ella. Todas las mañanas, un pequeño compartimento se abría en el suelo y por él aparecía un plato con insípida comida y un vaso de agua. Por las noches lo mismo. En una esquina se ubicaba el inodoro y del lado contrario, el piso era levemente más acolchonado como para poder dormir, algo semejante a la goma espuma. La ventilación mantenía el cubo esterilizado, y de ese modo era imposible contraer alguna enfermedad. Sólo su mente y ella. Los cristales de las paredes y el techo eran limpiados automáticamente cuando dormía, y así persistía la ilusión de libertad y encierro en sí misma.
La única cosa que evitaba la pérdida de su cordura, era el guardia de seguridad. Lo observaba con desesperación, rogando porque algún día él le devolviera la mirada. Se encontraba acomodado en una pequeña silla plegable, con su pie derecho sobre su rodilla izquierda y sus manos descansando sobre el abdomen. El viento revolvía sus cabellos marrones y su mirada siempre contemplaba el paisaje, y ella lo envidiaba porque sabía que era libre. De su cinturón, colgaba como una droga un llavero con una llave inalámbrica.
Los días pasaban lentos y dolorosos, y la joven continuaba centrada en escapar, sentada inmóvil en el centro del cubo, sólo cubierta por su camisón blanco, pensando, pensando y pensando. Hasta que un día se cansó.
Se puso de pie y embistió furiosamente contra la pared. Su cuerpo rebotó dolorosamente, pero no desistió. Lo volvió a intentar. Una y otra vez. Hasta que cayó rendida en el suelo. Respiraba agitadamente, miraba con odio el cristal endurecido, y a través de él, al guardia.
Cerró las manos fuertemente en puños. La impotencia hacía que el dolor no acudiera todavía. Las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas. Inspiró e inhaló varias veces. Luego intentó relajarse y abrió ligeramente las manos. La sangre corría por ellas. Se había cortado con sus propias uñas. Asustada, levantó la vista y por primera vez, el guardia reparó en ella.
La muchacha alzó sus manos para que las viera, pero él se limito a componer una mueca de desdén.
Entonces volvió a enojarse, se puso de pie lentamente, mojó su dedo con su sangre y comenzó a escribir sobre el cristal. “La diferencia es que yo soy prisionera y quiero seguir adelante; y tú eres libre pero vives encerrado”.
Después se precipitó hacia el suelo, vencida por el dolor de los golpes contra el cristal y la pérdida de sangre. El guardia volvió a mirar y la frase se le clavó en su marchito corazón con una sacudida. Se acercó lentamente al cubo. Pasó sus dedos por las letras, del otro lado. Algo se partió en su interior. Tomó su llave y abrió la prisión. Las paredes y el techo se deslizaron por ranuras en el suelo. Se quedó contemplando el cuerpo inerte de la chica, que ya no respiraba. Se agachó a su lado y le cerró los ojos.
“El asunto es que no hay diferencia, y sin embargo te hemos impedido a ti seguir adelante, cuando todos hemos sido verdaderos criminales” |