Una leve sacudida de hombros precedió la caída de la bata brillosa. Con delicadeza y como si fuera una garza, los movimientos de su cuerpo desnudo se sucedieron lentos y remarcados frente al espejo de la pared. El triángulo perfecto que le coronaba el vientre, se dejó ver con vida sobre el lava manos de losa amarilla. Atrás del cortinaje de su espalda el agua lanzaba un seco vozarrón mientras subía su nivel en la tina, mientras se expandía como la marea alta. Parecía el canto de un barítono. El vapor del agua colgaba de las paredes como chasquillas.

Con el tiempo y después de tanto mirarse en el espejo, los pezones le estallaron en una violenta erizada, como dos capullos queriendo escapar. Con los dedos despejó el empaño que cubría sus senos en el cristal y disparada imaginó un recorrido de manos sobre ellos. Todo en ella se mostraba revolucionado, si hasta la culebrilla de las cesáreas parecía muy coqueta. Sintió unas pequeñas punzadas en la piel como picotas taladrando la roca. La humedad bajó como serpiente por su carne.

La arqueada expansión de sus piernas largas traspasando los bordes de la tina; la entrada pausada y benevolente de su pie en el agua ardiente; el silencio y el eco de su agitada respiración; todo conjugado la iniciaban en el iterado viaje envolvente por la geografía de su cuerpo. El agua quemándole la piel hacían estallar las gotas de sudor sobre la frente y la sienes. El bailoteo de las sombras y la cadencia de las velas colgadas de todas partes como una micro constelación; dieron paso a la sinfonía de su humanidad.

Afuera, el mundo apenas perceptible y sólo flanqueado por la puerta, parecía alejarse. lentamente era suprimido o postergado a un escondrijo del pensamiento.

La marejada desatada por su repentina incorporación hizo volar la espuma de la superficie. Tras un sondeo geológico de sus zonas erógenas, como un rito preparatorio, la mujer lanzó su brazo como un látigo a la llave roja del grifo. Del extremo de la ducha portátil como un teléfono, una feroz bocanada de agua y de vapor golpeó una de sus piernas. Un grito ahogado se dejaría sentir. Con cuidado volvió a sentarse sobre la losa ahora vacía del receptáculo. Como una princesa musulmana la mujer del color de la uva negra, dejó caer su nuca sobre el extremo y sin más mirando el cielo del lugar, abrió sus piernas como un desahogo. Una súplica se dejaría sentir antes que la infame llevara el chorro de agua hirviendo hasta los bordes de su hinchada bulba.

A medida que avanzaba el rito, más y más presión le metía al grifo. Afuera los hijos hacían barrullo por los pasillos del segundo piso. Su marido ya no contaba. Entre sus piernas un gayser le nubló la vista hasta el borde del extasis.

Muchas serían las vueltas de reloj sobre la llave platinada del agua caliente antes del estallido de su vientre.