CONFESIÓN DE UN CRIMEN
Las manecillas del reloj marcaban las nueve y veinticinco A.M. A horcajadas sobre la silla, la mujer exangüe dormía apacible. El hombre colocado más allá pincel en mano, contemplaba en silencio el dibujo sobre el lienzo.
Ella había contratado un famoso pintor que estaba de paso en el pueblo. Al hablar con él, le pidió conocer gráficamente la expresión de sus sentimientos, lo que llevaba oculto. Por lo que, el pintor le pidió posar para él completamente desnuda para poder visualizar sin ningún impedimento sus interioridades.
La mujer aceptó de inmediato. Con finos modales se fue quitando cada una de las prendas de vestir que traía puesta. Luego, como si fuera a montar un corcel pasó una de sus piernas por encima de la silla, quedando sentada en ella de ese modo.
El hombre experimentado, conocedor del trabajo a realizar la tomó con delicadeza por la barbilla, inclinando hacia arriba con sutileza su cabeza. Abrió los ojos de la mujer hurgando en la profundidad de su alma. Tomó con una mano el pincel y con la otra, el utensilio que contenía los pigmentos mezclados, trazando luego sobre el lienzo los primeros rasgos del contorno de lo que había descubierto en la interioridad del alma de la mujer.
Con esto dio por concluida la jornada de trabajo que había iniciado, comunicándole que continuaría el día siguiente.
Al otro día le ordenó desvestirse como lo había hecho el día anterior. El profesional haciendo uso de sus habilidades plasmó en el lienzo un dibujo. Con dificultad se podía distinguir la forma de una nariz, dos ojos, un mentón, labios, orejas. Al plasmar estos en el lienzo dio por finalizado el trabajo del día.
Al día siguiente el hombre, sin mediar palabra continuó el trabajo iniciado. Dejó correr el pincel y delineó en el paño aspectos de dos brazos, dos piernas, dos pies; colocados cada uno a cierta distancia; separados uno del otro.
Hecho esto se retiró a descansar al concluir el trabajo que se había propuesto realizar durante el día.
La mujer al quedar sola, con curiosidad y gran temor observó el esquema dibujado por el hombre contratado por ella, tratando de interpretar lo que el afamado pintor había descubierto en su interioridad.
Hizo una especie de introspección, análisis en detalle de su vida. Exploró en silencio con la vista, cada pincelada, poniendo en su empeño su alma.
Las lágrimas afloraron en sus hermosos ojos azules al quedar su mente en blanco por el gran esfuerzo realizado. Tomó las pinturas y el pincel, con gallardía garabateó la tela. Las lágrimas y el sudor se mezclaron al resbalar por sus mejillas, confundiéndose en el trayecto hasta caer en la vasija que contenía los pigmentos mezclados.
La mujer con gran destreza fue dándoles forma a las figuras delineadas por las manos del pintor, uniendo magistralmente cada miembro sobre la superficie blanquecina de la tela. Con gran habilidad fue trazando con el pincel y el alma puesta en lo que hacía, lo que hace años quemaba por dentro su entraña.
Cada línea, cada rasgo sobre el lienzo lo armaba poniendo en ello todo su aliento de vida.
Pasaban las horas y la mujer no daba por terminado el trabajo. Agotada se quedó dormida, desnuda, embadurnado su cuerpo blanco, a horcajadas sobre la silla.
Cuando el pintor entró al cuarto bien entrada la mañana, atónito, parado delante del caballete, contempló maravillado la obra de arte iniciada por él y acabada por la mujer.
La mujer abrió sus ojos cuando el hombre conturbado gritó admirado.
¬ ¡Perfecto! ¡Es un aborto precoz inducido! Lo que capté en la interioridad de su ser.
JOSE NICANOR DE LA ROSA.
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