Desde hacía mucho tiempo Horacio sentía entre todo su abanico de conflictos, el de las viejas, el de la crisis económica, el de la universidad, el existencial, pero particularmente lo angustiaba el vocacional, el no saber que hacer con su vida, atormentado entre el miedo a la mediocridad y el temor a poner en práctica tantas teorías que tenía.
La asamblea estaba programada para las nueve de la mañana, en la plazoleta de sociología. El cielo estaba completamente despejado y el sol brillaba anunciando que sería un día caluroso. Horacio y Daniel llegaron con un grupo de compañeros de Horacio que se instalaron a la sombra de un frondoso árbol a esperar que comenzara. Pese a que Daniel estudiaba en otra universidad, ya que ese día no había tenido clases decidió acompañar a Horacio para asistir a la promocionada asamblea.
Se había anticipado que sería una asamblea corta en la que se anunciaría la convocatoria a un plebiscito para forzar la renuncia del rector de la universidad, como en efecto ocurriría un mes más tarde cuando después de unos improvisados comicios en los que solo circularon por toda la universidad papeletas con la palabra no, en la forma más denigrante de que hubiera noticia en la historia del Alma Mater, un grupo de estudiantes concurrirían hasta el despacho del rector para notificarle que por mandato unánime del estudiantado había sido destituido del cargo y proceder en ese momento a escoltarlo para que abandonara el recinto universitario, obligándolo a salir caminando hasta una de las avenidas cercanas a la universidad y hacerlo subir en un bus urbano para que se fuera, sin que siquiera hubiera podido recuperar su propio automóvil que fue empujado y abandonado por los estudiantes en una calle aledaña al recinto.
Después de que la asamblea aprobó por mayoría absoluta la realización del referendo y se declaró a toda la universidad en Asamblea Permanente y de las consabidas arengas y consignas revolucionarias y cuando ya se esperaba que todos los estudiantes empezaran a regresar a sus aulas, inadvertidamente comenzaron a circular de mano en mano caucheras de doble caucho y bolsitas de tela llenas de bolas de cristal. Discretamente se acercó Napo al grupo de Horacio con la consigna de que la reunión continuaría en la calle veintiséis y como siempre que se trataba de faltar a clases todos los estudiantes empezaron a caminar llenos de euforia y sin dejar de lanzar todo tipo de consignas.
En unos pocos minutos se formaron varias brigadas de activistas, unas de propaganda encargadas de salir del predio universitario y subirse a los buses y hacer campañas relámpago de concientización en una de las cuales estaban Daniel y Horacio y otras con el mismo propósito en parques y plazas cercanas.
Entre las que se mantuvieron dentro de la universidad la más numerosa fue una cadena de manos que comenzaba en la facultad de veterinaria y terminaba en la misma calle veintiséis, por la que de mano en mano iban pasando uno por uno los bloques que estaban arrumados para una construcción en esa facultad. Al final de la cadena había otra brigada que se encargaba de reventar los bloques contra el pavimento y otra brigada más distribuía los fragmentos de guijarros, que eran lanzados con las caucheras por los estudiantes que formaban el frente de batalla contra la policía.
Napo estaba en la primera línea y aunque se cubría el rostro con un pañuelo, para no ser identificado, todos sus compañeros lo reconocían por su inconfundible cabello largo que ondeaba por el aire cada vez que lanzaba una piedra contra el bando opuesto. Napo era compañero de Horacio, se trataba de un joven muy activo que siempre estaba involucrado en actividades de investigación académica y en trabajo comunitario. Todos lo conocían en la facultad, era muy popular y siempre estaba dispuesto a colaborar con quien se lo pidiera, sin importar lo que fuera y nunca trató de ocultar que militaba activamente en la Juventud Patriótica, uno de los dos brazos más duros que el partido comunista mantenía en la universidad.
Nadie intuyó que ese sería el último día en que se le vería por la ciudad universitaria y que a partir de entonces circularían infinidad de rumores respecto a su desaparición, como que había sido secuestrado por la policía secreta o que se había fugado con una novia o que lo habían desaparecido o que se había ido con la guerrilla.
Para cuando Daniel y Horacio regresaron a la universidad, había corrido mucha piedra y mucho gas lacrimógeno por los contornos de la universidad y coincidió su llegada con la de la policía de caballería. Fue entonces cuando empezaron a rodar por el pavimento en todas direcciones cientos y cientos de canicas de cristal que hacían que los caballos resbalaran sacando chispas de sus herraduras y cayeran abriendo las patas como si fueran juguetes desarticulados haciendo rodar por el suelo a los descontrolados jinetes.
Cuando los dos amigos estuvieron en el frente de batalla, se encontraron con Ramiro otro compañero de Horacio que acababa de recibir por parte de la policia una pedrada en la mandíbula que le había producido un enorme agujero que sangraba copiosamente y que trataba en vano de contener con un pañuelo. Era un compañero nuevo que recién había ingresado a la universidad. No tenía amigos, siempre asistía puntual a las clases y apenas se terminaban tomaba sus libros y salía. Pasaba desapercibido y daba la impresión de ser muy tímido, pues nunca se le escuchaba participar en clase. Era algo mayor que el promedio de estudiantes y esta apariencia se veía acrecentada pues no vestía como todos los demás jóvenes con aspecto juvenil, sino que siempre usaba un viejo traje azul oscuro, que se lo turnaba con otro igual de color café, como ese día.
Cuando Horacio le preguntó cómo estaba, le respondió que bien, pero notó que la hemorragia era muy abundante y le ofreció llevarlo para ser atendido. En principio se rehusó, pero al verse bañado en sangre aceptó y abordaron un bus. Llegaron a la Cruz Roja en donde de inmediato lo condujeron a urgencias pues estaba desangrado y casi inconsciente. Horacio y Daniel se quedaron en la sala de espera comentando los últimos acontecimientos y en especial lo extraño que les parecía ese hombre que estaba siendo atendido, que por su apariencia, su forma de hablar y todo en él, daba la impresión de no ser un auténtico estudiante, que más daba la imagen de un hombre de campo, vestido de traje y puesto en una universidad. Estaban en esas deliberaciones cuando salió de la sala de urgencias una enfermera preguntando quién acompañaba al hombre herido en la mandíbula. Horacio se acercó y le dijo que él lo había llevado para ser atendido, pero que en realidad no lo conocía, que solo sabía que se llamaba Ramiro Heredia. Cuando la enfermera le preguntó el domicilio y el nombre de algún familiar, Daniel tomo el saco de Ramiro y dijo que sería preferible buscar en sus bolsillos para ver si encontraban algún dato que pudiera servir. Encontraron una vieja billetera negra que contenía un billete de cinco pesos, su cédula de identidad, su libreta militar y unas sucias tarjetas de presentación llenas de anotaciones. Cuando vieron la cédula notaron que no le pertenecía a él porque era de un tal Eliécer Arias y se miraron sin entender por qué razón llevaría una cédula que no era suya, pero cuando vieron la libreta militar su sorpresa fue mayor pues la foto, al igual que la de la cédula era la de Ramiro pero también estaba a nombre de Eliécer Arias y decía que su profesión era sastre, su grado de instrucción primaria y que provenía de Iples, un remoto pueblito al sur del país.
La confusión entre Horacio y Daniel de pronto se vio aclarada, cuando ingresaron a la sala de emergencia cuatro policías uniformados preguntando por el hombre herido en la mandíbula. Horacio se limitó a señalar con el dedo índice la puerta por donde había entrado Ramiro. Los policías entraron hasta la sala donde lo estaban atendiendo y sin esperar a que terminaran de suturarlo se lo llevaron en el estado en que estaba y cuando salieron le arrebataron de las manos a Daniel el saco café ensangrentado junto con la vieja billetera.
Al igual que Napo, Ramiro Heredia no volvió a ser visto nunca más en la universidad a partir de ese día, pero al contrario de él, la versión de su desaparición fue unánime, aunque el rumor popular siempre ligó las dos desapariciones, a pesar de que Horacio y Daniel no le contaron a ninguna persona lo que ocurrió en la sala de emergencia de la Cruz Roja, para evitar ser involucrados.
Pasaron varios meses después de la desaparición de Napo y Ramiro Heredia y de que Horacio rechazara la propuesta de la hija del Loco Gamba de que se fueran juntos para el África. Esa invitación había sido el detonante en las emociones de Horacio para llevarlo a entender que debía hacer algo con su vida. Algo real, auténtico y que lo hiciera sentirse realizado. Fue a partir de entonces que empezó a acariciar conscientemente la idea de formar parte de la guerrilla. Esa sería una forma clara de darles realismo a sus ideales revolucionarios, pero siempre frenado por el miedo, «perro que ni me deja ni se calla, siempre a su dueño fiel pero importuno...». Durante muchos días le dio vueltas esta idea en la mente y aunque la sentía como un acoso, como una obsesión que quería gritar a los cuatro vientos no se atrevió a comentarla ni siquiera con Daniel, pues comenzaba a intuir que éste en lugar de apoyarlo, buscaría las partes vulnerables de su propuesta y por allí atacarla. Sabía que la estrategia de Daniel, sería tratar de ponerlo como un cobarde, que intentaba huir de sus problemas, por lo que decidió tomar solo cualquier decisión.
Por esa época la guerrilla era considerada como una institución respetable por parte de la población y la mayoría de las personas creía con honradez que era la única alternativa decente para redimir a los países subdesarrollados de la anacrónica corrupción política reinante, los movimientos políticos de izquierda en todo el mundo se encontraban en la cúspide de su popularidad, estimulados por los movimientos estudiantiles de Francia y Méjico y por el derrocamiento de Papadópulos, los intelectuales los apoyaban en muchos casos abiertamente y era totalmente insospechado que en pocos años entraría en total desprestigio y que su nombre sería asociado con barbarie y genocidio.
En la parte operativa, en Horacio existía la duda de no saber cómo hacerlo. No era como en las caricaturas en que los niños que se van de la casa, hacen un pequeño paquete en un pañuelo y lo atan en la punta de un palo, se lo ponen en el hombro y empiezan a caminar hacia el monte.
Cuando creyó estar convencido de que esa era la solución a todos sus conflictos, empezó a buscar cual sería el mecanismo idóneo para enrolarse. Un lunes después de clases, se acerco a su compañero Betoven Gambeta y le dijo que necesitaba hablar a solas con él. Betoven Gambeta era amigo de Napo y como él militaba en la Juventud Patriótica. Era compañero en casi todas las clases de Horacio y aunque habían participado juntos en el desarrollo de un proyecto de Historiografía, sobre Policarpa Salavarrieta y en varias excursiones de investigación, no eran grandes amigos. Betoven Gambeta le dijo que podían entrar a un auditorio que estaba vacío y allí podrían conversar.
Le sorprendió que cuando Horacio comenzó a hablar tuviera la voz quebrada, tartamudeaba y jadeaba, peor que si estuviera hablando frente a una gran multitud y así se lo hizo notar. Horacio comenzó por decirle que a partir de la desaparición de Napo, él se había inclinado por la versión de que se había unido a la guerrilla y que como ellos dos, Betoven Gambeta y Napo eran tan buenos amigos, estaba seguro de que él debía conocer la verdad. No lo dejó decir nada y continuó aclarando que era evidente que si lo sabía, no podía ir por ahí divulgándolo al primero que se lo preguntara, pero que las razones que lo habían movido a hablarle eran muy poderosas y que cuando las supiera lo entendería. Betoven Gambeta guardó silencio y continuó escuchándolo con atención. Horacio sin poder controlar el quebranto de su voz y la hiperventilación, hizo un gran preámbulo para finalmente decirle que había tomado la firme decisión de irse con la guerrilla y que como estaba convencido de que él sabía lo que había ocurrido con Napo, debía saber cuál sería el mecanismo seguro para hacerlo. Después de un prolongado silencio, Betoven Gambeta comenzó por preguntarle qué lo había motivado a tomar esa decisión. Nuevamente Horacio hizo un gran preámbulo para explicar sus intrincadas motivaciones sin lograr despertar el interés que esperaba de su interlocutor. Cuando Horacio anhelaba algunas respuestas que tranquilizaran su ansiedad, Betoven Gambeta comenzó por decirle que a pesar de haber sido buen amigo de Napo, él al igual que el resto de sus compañeros ignoraba lo que le había ocurrido y no quiso hacer suya ninguna de las tantas versiones circulantes. Agregó que su participación en la Juventud Patriótica se limitaba a hacer propaganda, pero que como era obvio ningún elemento de base tiene acceso a información de lo que ocurría por encima de él. Que consideraba que Napo también era otro miembro de las brigadas de propaganda y que eso no debía tener nada que ver con su repentina desaparición.
Mientras siguió dando toda clase de justificaciones, poco a poco se fue acercando a Horacio hasta una distancia que a este le resultó incómoda y poco a poco fue cambiando el tema de conversación para explicarle que a él, refiriéndose a Horacio, siempre lo había visto como un compañero diferente, muy activo en los grupos que conformaba, muy popular entre sus amigos, muy dueño de sí mismo y que ese día lo había sorprendido cuando por primera vez se había acercado a él para pedirle con la voz quebrada que conversaran en privado, que había interpretado que eran otras sus motivaciones, quizás más personales, porque en realidad no entendía las razones para que hubiera tomado una decisión tan radical y que desafortunadamente no disponía de la información que le pedía.
El rostro de Betoven Gambeta estaba como a un palmo de distancia del de Horacio y mientras hablaba lo miraba fijo a los ojos, bajando de cuando en cuando la vista hacia los labios de Horacio, para luego volverlo a mirar a los ojos. Era demasiado tarde cuando Horacio comprendió las inclinaciones de su compañero que cada vez estaba más cerca, casi susurrándole las palabras, cuando lo separó empujándolo y sin recobrar el tono le dijo: «Creo que me equivoqué al buscarlo para pedirle ayuda, porque sus motivaciones y las mías son totalmente diferentes», mientras salía apresurado del auditorio, defraudado por su falta de intuición.
Caminó por muchas horas sin ningún rumbo fijo, solo pensando. Ese día comprendió Horacio que su lucha era en realidad un idealismo desbordado, que los conceptos teóricos de un revolucionario, eran muy diferentes de la realidad que agobiaba a su país, que la lucha entre guerrilla y ejercito era una lucha sin razón pues ninguno de los dos bandos sabía en realidad por qué luchaba y desgraciadamente ninguno de los dos tenía razón y que habría sido absurdo inmolarse como lo habían hecho, Camilo Torres, Guillermo Pérez, el cura Laín o el mismo Napo y lo seguirían haciendo muchos otros idealistas como él, porque el enemigo no era ni el ejercito ni la guerrilla, ni el capitalismo, ni la pobreza, el verdadero enemigo era la ignorancia y ese enemigo nunca se podría vencer en el monte con un fusil, esa era una guerra mucho más sutil, pero igualmente dolorosa, era otra utopía, como lo eran la teología de la Liberación y toda la propuesta socialista.
La experiencia de ese día lo llevó a concluir que en esa lucha en la que él se debatía, en el fondo se encerraba una gran contradicción, porque toda propuesta revolucionaria implicaba un rechazo hacia el sistema capitalista y el movimiento armado lo que pretendía era llevar a los países subdesarrollados a un proceso de desestabilización del sistema político imperante, con el propósito de deponerlo e instaurar un nuevo régimen socialista que fundamentalmente consiguiera mediante una redistribución de la riqueza, redimir a los pobres y desposeídos, como era su propio caso.
Lo que para Horacio se planteaba como una contradicción era que un sistema, en este caso el socialista, tuviera como una de sus premisas echar abajo el sistema capitalista, planteando la destrucción de un sistema en el que su población tiene acceso a todos los recursos, seguridad social, salud, educación y la posibilidad de hacer dinero mediante el trabajo, para instaurar un sistema socialista más justo en el que su población tuviera la posibilidad de recursos como seguridad social, salud, educación y la opción de hacer dinero a través del trabajo. Esta paradoja lo llevó a concluir que la revolución no era el camino adecuado para la ansiada justicia social y solo algunas décadas después la historia le daría la razón cuando el socialismo desapareció sin pena ni gloria, aunque en esa época le quedó por un buen tiempo un ligero sabor en el paladar a uvas verdes.
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