Él era un hombre muy solo; lejos de su tierra, su familia y amigos, se entretenía en visitas asiduas a infinidad de bares y tugurios, largas lecturas de libros prestados por una biblioteca cercana y otras manías varias de alguien que no tiene a nadie a su lado: ver televisión por las noches, escuchar noticieros y música por la radio, emborronar las hojas de un viejo cuaderno con poemas malos y cursis. Pero tenía una manía especial (si así podemos llamarla): le disgustaban las dudas, las incertezas, no soportaba de manera alguna la incertidumbre. Así que cada vez que los hechos le procuraban razones para descubrir la verdad, se afanaba en averiguar qué tanto de realidad o mentira había en ellos. Y sólo cuando lo descubría, experimentaba una gran paz interior muy parecida a la felicidad…Me equivoco, parecida a la felicidad, no. En esos momentos era realmente feliz.
Cuando cierta noche que salía de un bar, varios pelafustanes lo asaltaron dejándolo malherido, tirado a media calle y despertó varios días después en la cama de un hospital tras una lucha tenaz contra la huesuda, lo primero que decidió saber fue, qué había sucedido exactamente desde el día en que sufrió el asalto hasta el momento presente, pues recordaba vagamente a los fulanos, los múltiples golpes y casi nada de su estancia en el nosocomio ni de su lenta recuperación.
Así que cuando salió del hospital se puso de inmediato a reconstruir los hechos. Fue al lugar del asalto e intentó rememorar lo sucedido. Preguntó a médicos y enfermeras que lo habían atendido e incluso indagó con la policía, quien también le hizo muchas preguntas; pero fue una enfermera vieja, mal encarada y particularmente nerviosa, la que finalmente le dio una pista definitiva. Lo mandó a que visitara cierto lugar. Agradecido, ni tardo ni perezoso se fue allí como de rayo. Sólo cuando vio en el cementerio la tumba llena de flores mustias y marchitas con una cruz mal puesta sobre la tierra suelta y recién removida, comprendió que estaba muerto, bien muerto, muerto para siempre. Sobre la cruz, con letras mal garrapateadas aparecía su nombre. ¿Cómo lo supieron? ¿Acaso por su credencial de identificación? ¿Quién fue tan caritativo de recogerlo del hospital y enterrarlo?...Estaba seguro de que eso lo averiguaría después.
Se sintió triste, muy triste; luego, de a poco, descubrió con asombro que su espíritu no estaba inquieto sino más bien resignado… e ilógicamente despierto; que él, de cualquier manera que fuera, estaba ahí, pensando, razonando, experimentando situaciones. En lo esencial, por ahora no había dudas ni incertezas: estaba muerto y enterrado. Bueno, ¿y qué?...Eso era lo que él quería: saber. Entonces sonrió para sí (con sonrisa de muerto comprobado) y se supo feliz…inmensamente feliz.
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