Y allí estabas tú, detenida en medio del movimiento de las sombras, agitada y al mismo tiempo serena. Te observaba, incrédulo, con miedo y felicidad mezclados. Sabía que habías muerto, que estabas ausente de todo, que el mundo seguía sin ti y que tu muerte era parte de mi vida; sin embargo, ahí estabas tú, hermana, y sentía como mi corazón quería salir de mi pecho. Escuchaba los ladridos desesperados de los perros; no sé si eran reales los ladridos, o los perros, pero eran la señal de que no estabas sola, que te acompañada la muerte; entonces supe que venías por mi. Mi cuerpo estaba tendido sobre el asfalto. Una de las llantas de mi bicicleta destrozada aún giraba. Mis pies no tenían zapatos y de la nada comenzaban a llegar los curiosos que nadie sabe cómo ni de dónde llegan, pero siempre están ahí. Mis nervios no reaccionaban al dolor de mis huesos rotos y la sangre que rodeaba las orillas de mi espalda estaba fresca, caliente, oscura. Te acercaste a mi con esa seguridad con la que siempre me protegiste desde que era niño. Fue por eso, quizá, que no tuve miedo ni me pusieron nervioso las miradas vacías de los curiosos, impacientes, esperando para presenciar el momento en que dejara yo de existir.
-No tengas miedo, hermanito, todo va a estar bien- me dijiste con los labios cerrados.
Lágrimas corrían por mis ojos, de tristeza, por saber que no volvería a ver a mi hijo ni a mi esposa; abrazar a mi nene, olerlo, sentir el calor de su cuerpo; ya no poder tener el amor de mi esposa entre mis brazos. Sin embargo, también estaba feliz de verte, de saber que no iba a estar solo.
Estoy listo, te dije... entonces tomaste mi mano.
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