El sol resplandecía en su cenit, cuando Ángel parqueó el automóvil enfrente de su casa y tocó repetidas veces la bocina, avisando que había llegado.
Su esposa salió y con un gesto de felicidad abrazó por el cuello a su esposo, que no terminaba aun de bajarse, al tiempo que le daba una vuelta completa al carro que acababa de comprar su esposo, admirando el excelente estado en que se encontraba.
Era un auto usado en regular estado, pero para ellos era el más hermoso del mundo, pues se trataba del primero que tenían y además les había costado un gran esfuerzo reunir el dinero para el pago inicial, sin considerar los tres años que les esperaban para terminar de pagarlo.
La pareja entró en medio de risas a la casa y mientras hacían los planes de a dónde sería el primer paseo que darían en su nuevo carro, su pequeño hijo Rubén de cuatro años, quien se encontraba jugando en el suelo con una tapa de gaseosa, rellena con cascara de naranja, también se sentía feliz porque su papá había comprado un carro.
Mientras sus padres continuaban haciendo planes, Rubén que sentía curiosidad por conocer el nuevo carro familiar, se salió a la calle, sin que sus padres lo notaran.
El carro fue muy llamativo, con su color rojo encendido para el niño, que empezó a caminar lentamente a su alrededor, mirando con detenimiento desde su perspectiva, las llantas y los relucientes boceles cromados que lo adornaban.
Mientras lo observaba, levantó su pequeño brazo y vio que no alcanzaba a tocar la manija para abrir la puerta y lo mantuvo así estirado y siguió caminando alrededor del carro. Su mano sostenía aún la tapa de gaseosa y una de sus aristas se apoyó en la pintura del carro.
Rubén notó con curiosidad que mientras caminaba, de la arista de la tapa iba saliendo un delgado hilo rojo y continuó caminando en torno a él por varios minutos, mientras los hilos de pintura se acumulaban en caprichosos rizos en su mano.
Cuando se detuvo, observó muchas líneas blancas alrededor del automóvil y se sintió feliz de haberle hecho esos trazos. Corrió hacia el interior de la casa y le dijo gritando a su papá, mientras le extendía la mano llena del puñado de hilos rojos:
-Papito, papito, ven a que veas el dibujo tan bonito que le hice a tu carro.-
Ángel no entendió de lo que se trataba, pero al ver los hilos enredados en los dedos de su hijo, salió apresurado de la casa y vio con desconcierto, que no tardó en transformarse en ira, las innumerables rayas, que el canicular sol hacía parecer más blancas y profundas y cuando comprendió lo que el niño había hecho, presa de la rabia, sin reflexionar lo tomó por el brazo y arrastrándolo, lo llevó de nuevo al interior de la casa.
Su mente se había perdido en un laberinto de pensamientos incoherentes, que irremediablemente lo desembocaron en el mar de la frustración por ver perdido en pocos minutos, lo que le había costado tanto esfuerzo conseguir.
No quería tomar venganza, pues nunca había sido un padre abusador, solo reprender ejemplarmente, pero la ira era mucho mayor que la razón e irreflexivamente tomó un martillo de una caja de herramientas que encontró al paso y sin soltar al niño del brazo, se dirigió al patio de la casa, haciendo caso omiso de los gritos y suplicas de su esposa, para que no fuera a hacer una locura. Ángel le gritaba al niño una y otra vez:
-Por qué lo rayaste? Por qué lo rayaste?
Cuando finalmente le permitieron a Ángel ingresar a la sala de cuidados intensivos, era pasada la media noche. Encontró despierto a Rubén, quien estaba acompañado por su desolada madre, quien salió de la sala ante la presencia de Ángel. El niño sonrió al ver a su padre y con alegría le enseñó los dos muñones vendados de sus bracitos, al tiempo que le decía:
-Te prometo papito que no te vuelvo a rayar tu carro, pero devuélveme mis manitos.-
Ángel no soporto el remordimiento por lo que había hecho e inmediatamente regresó a su casa, donde se dio un disparo en la sien.