En 1780 un naturalista francés de 32 años y porte de cortesano jacobino bautizó como ‘Aye-aye’ a un prosimio del tamaño de un gato negro, dueño de unas orejotas de murciélago, ojos naranjas botados de lo grandes y cubiertos con membranas nictitantes, manos con dedos sarmentosos de garras resueltas, un dedo medio como rama seca, y la estampa de una rata que emerge de un tonel de pulque del cual de paso se aventó unos buches.
El investigador era Pierre Sonnerat, y se había inspirado para tildar al bicho repulsivo en el vocablo ‘Aiay’ con el que el animal era designado por los nativos de Madagascar, o malgaches, quizá influidos a su vez por el sonido como de metal chirriante que el animalillo silencioso y doblegado por un perpetuo susto hacía de vez en cuando.
A pesar de su aspecto de paniaguado de Luis XVI, Pierre Sonnerat no era un diletante en cuestiones de bestias salvajes, pues lo había instruido su tío Pierre Poivre, el aventurero que perdiera un brazo a causa de una bola de cañón inglés en sus ires y venires en las Indias Orientales en su persecusión del clavo aromático con el que los indonesios liaban cigarros Kreneks; y en su búsqueda de la nuez moscada con la cual los monjes de San Teodoro espolvoreaban con recato sus pudines de guisantes: especia que sólo se hallaba en el archipiélago confuso de las ‘Ilhas Malucas’ o ‘Islas Locas’ dispersas en el Cinturón de Fuego del Pacífico, junto a Nueva Guinea.
De hecho, por instrucciones de Poivre el joven Pierre Sonnerat había auxiliado a Philibert Commerson en su exploración de la Ile de France, similar a un mosquito sobre Madagascar: la islota incrustada en el Océano Índico al sureste de África. En ese sitio después llamado ‘Mauricio’ , Pierre Poivre crearía el jardín botánico ‘De Pomelos’ luego de publicar su obra ‘Viajes de un Filósofo’, y Sonnerat haría la descripción científica del árbol de Lichi, o Alupag chino, de drupas como fresas.
Sonnerat también legaría a los anales de la ciencia la designación del lémur Indri, un animal canoso llamado Babakoto o ‘Abuelo’ por los nativos, quienes al verlo defecando entre los árboles jalaron a Sonnerat de la manga y le expresaron eufóricos: “¡Indri!”, o “¡Mira, ahí!”.
Cuando Sonnerat cargó con dos aye-ayes paralizados del terror rumbo a Francia, ya había publicado ‘Voyage á la Nouvelle Guinée’, donde daba cuenta de algunos de sus viajes, entre los que se incluían varias incursiones a la India, China, Filipinas y las Molucas.
Para mala fortuna de Sonnerat, los aye-ayes no sobrevivieron a los zarandeos del tour, por lo que sólo pudo presumir despojos a su colega Georges Louis Leclerc, el Conde de Buffon, quien afirmó con la diestra sobre el pecho que el aye-aye era una nueva especie de ardilla; criterio con el cual estuvieron de acuerdo Gimelin y Cuvier, y del cual dudaría después Schreber, quien aclaró que se trataba de un prosimio, al que se designaría ‘Chiromys madagascariensis’, o ‘Manos de ratón de Madagascar’.
Lo que no sabían ni Sonnerat ni sus compañeros era que para esos momentos un pariente del aye-aye, del que hoy sólo quedan algunos huesos roídos por un clan de topos obesos, estaba siendo aniquilado por dos razones apodícticas: sus dientes incisivos tenían todo el aspecto de poderosos amuletos, y los malgaches temían que en cualquier momento el aye-aye se detuviera en la rama más alta de las ‘Palmeras del viajero’ donde anidaba, y los señalara con su esquelético dedo medio, dirigiendo hacia ellos la atención inexorable de la Muerte.
Así que más de medio siglo después los aye-ayes renombrados ‘Daubentonia madagascariensis’ se considerarían extinguidos al igual que la rama de los ‘Daubentonia robusta’, un tercio más grandes que sus primos y por lo tanto llamados por pereza ‘Aye-ayes gigantes’.
Por esa razón, cuando en la década de los 60s se redescubrió a los aye-ayes, el gobierno de Madagascar creó la reserva natural de 520 hectáreas ‘Nosy Mangabé’, en la bahía de Antongil, donde recluyó a 20 aye-ayes recogidos de las regiones boscosas de Sambava, Tolagnaro, Antyalaha y hasta Manajary, sitios que ahora albergan a varios parques.
Sería de esta isla de Madagascar dueña del Fossa carnívoro y de seis especies de los baobabs que el Principito arrancara de su Asteroide B612, de donde los aye-ayes serían repartidos en el mundo. De modo que algunos irían a parar al ‘Duke Primate Center’ de Estados Unidos: proveedor oficial de varios zoológicos, hogar de la pareja primordial Merlin y Caliban, y protectora de sus herederos, entre los que se hallarían Marvin, Mephistopheles, Goblin, y sobre todo el primer aye-aye nacido en cautiverio: ‘Blue Devil’.
En pleno siglo XXI, los aye-ayes siguen siendo apedreados sin miramientos por las 18 tribus de malgaches, como los Merina, Betsileo, Betsimisaraka, Tsimihety o Sakalava, fervientes practicantes del ‘Famadihana’ o ceremonia del ‘Regreso de la muerte’, en la cual cambian de sudarios a los restos de sus parientes extraídos de las tumbas familiares.
No es de extrañar tampoco que los aye-ayes sean considerados espectros malévolos por sus hábitos nocturnos, lo cual hace que le den sentido con creces al significado de la palabra ‘Lémur’ que los define, misma que significa alma de muerto o espectro, y que se tomó de los romanos, quienes así llamaban a los espíritus que apaciguaban en las festividades ‘Lemuria’, o que domaban levantándose descalzos a media noche para arrojar hacia atrás habas negras en tanto musitaban con reverencia: ‘Salve sancte parens’.
A pesar de que para una mente racional nada tienen de terrorífico lémures como los makíes, avahi, o sifakas, los aye-ayes siguen poniendo a dudar a no pocos sabios de rostros inescrutables, quienes sin embargo saben de estas criaturas ciertos secretos ocultos: las hembras copulan con varios machos que les prodigan apasionados abrazos de hasta una hora; las crías se gestan en 170 días y permanecen dos años con sus madres; todos sin excepción duermen con las caras ingratas cubiertas por las patas traseras; y se alimentan de néctar de las flores de la ‘Palma del viajero’, semillas del árbol ‘Canarium’, médula de bambú, y sobre todo larvas de insectos xilófagos o devoradores de madera.
De hecho, pareciera que en el instante justo en que el aye-aye se atraganta de esas larvas gordas de escarabajos Cerambicid, pusiera en juego todo su equipo evolutivo: golpetea con el horroroso dedo medio, aguza las enormes orejas hasta detectar las convulsiones incómodas de los gusanos, roe la corteza con sus afilados incisivos que codiciaría una rata de alcantarilla, y al final se apodera de su alimento con el dedo también utilizado para ‘tomar’ agua y rascarse la cara cruel, frente a la cual parece un modelo helénico el rostro del gelatinoso Pez Borrón australiano.
|