¿Necesita la mujer hermosa que se lo digan?
Es un recurso fácil de poetas melancólicos alabar las gracias de la persona amada, sin límites, hasta el paroxismo, dibujando una imagen irreal que solo vive en su platónica mente.
Es de agradecer la inventiva y sinceridad de los trabajadores de andamio, que despreciando al sol con sus 40º son capaces de aparcar el bocadillo y dedicar unos segundos, siempre desde la distancia, a exaltar las gracias de las caminantes, con su maestría popular.
También desarrolla la mujer una imagen personal en la que incluye su belleza, que puede verse alterada por influencias externas, como el patrón o modelo social, cambiante según la época y más ajustado a modas y falacias argumento ad populum, que al real conocimiento que de si misma tiene, que se ve minimizado al adoptar inconscientemente esa moda como real y definitoria; es decir la belleza intrínseca de la mujer muchas veces no viene definida por sus virtudes e individualidades, sino por el nivel de autoestima y seguridad que tenga en cada momento; se siente guapa o fea haciendo valer parámetros que deberían estar fuera de toda cogitación.
Artistas como Leonardo, Truffaut (Jacqueline Bisset en La noche Americana), Hitchcock (desde su sádica mirada) o García Lorca, consiguen transmitir parte de esa belleza más allá de la subjetividad, pero siempre contando con la colaboración estrecha del modelo que a través de ellos se manifiesta.
La hermosura de la mujer viene de dentro, de su propio conocimiento, el halago exterior no es más que una visión de quién lo realiza, como expresión de sus deseos o como demostración de disponibilidad.
Cuando la mujer llega a un estadio en que ha logrado desembarazarse de las miradas y juicios externos y por lo tanto ajenos, parte tan solo de su propia concepción de si misma, se valora por sus propios parámetros y alcanza por fin ese estado tranquilo de belleza per se, que no necesita confirmación ni ser evaluada.
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