Olvido
En tanto las manos enjutas del esclavo sostienen convulsas la corona de laurel sobre la cabeza de Décimo Juno Brutus, con voz calamitosa le recita la fórmula de sumisión “mira hacia atrás y recuerda que solo eres un hombre”.
El procónsul revestido de honor y altivez enreda en el brazo izquierdo la toga púrpura con ostentosos rosetones de oro y con la mano derecha empuña el cetro de mármol coronado por un águila. La gallarda postura constantemente está a prueba por el trémulo avance de la cuadriga tirada por cuatro bridones blancos.
Al transitar por el pedregal amorfo de la Vía Sacra, los legionarios que lo acompañan con furor entonan cánticos de alabanza a su general. El resonar de las trompetas, el bufido de los corceles y los crispados rostros le evocan el tumulto metálico de la batalla y las armas chocando contra las corazas.
Rememora los hechos que suscitaron que el senado le otorgara la marcha triunfal, el ejército recorría tierras de Miño ahogando el remanente de insurgencia lusitana. Recuerda que después de tanta andada entre abedules avistaban en las proximidades del río Limia una columna de castrexos. Él recogía sus tropas en el valle y las ordenaba en batalla. Desesperaba que el enemigo no atacara. Arrojado como era iniciaba el ataque. Los escuadrones del adversario formados en defensa muy cerrados rechazaban a la caballería, a la sazón Décimo hacía retirar del combate a todos los caballos, incluyendo al suyo para que el peligro fuera igual para todos, y animando a los suyos trababa el choque. La infantería romana disparaba sus dardos, la lluvia de mortal plomo rompía la formación enemiga, una vez desordenada, los legionarios se arrojaban sobre ellos gladius en mano.
Los castraxos pelearon por mucho tiempo con igual ardor pero el orden y la superioridad táctica hacían estragos. Fallecidos por las heridas empezaban a cejar y se retiraban cruzando el río. El procónsul situado nuevamente en su montura perseguía al enemigo. Su ejército pifiaba, mostraba temor vacilante. Décimo arrancaba el estandarte de las manos del signífero y en una bravuconada cruzaba el curso del agua a solas para que la maldición recayera únicamente en él.
A mitad del río fijaba la mirada en un saliente rocoso por donde resbalaba el agua, volteaba a ambos lados del río y vacilaba porque todo era igual, las mismas dunas e hierbazales tendidos por el viento impetuoso. Los rostros azorados de sacrilegio de sus legionarios en la ribera de Galicia le devolvían la seguridad. Alcanzaba el otro extremo y desde ahí exhortaba a sus hombres a que lo siguieran. Les aseguraba que una leyenda no podía detener al pueblo de las águilas imperiales. Les prometía que ese no era el río Lethes.
Para terminar de convencerlos realizaba un alarde de memoria de los hechos ocurridos con anterioridad. Les recordaba que ese día por la mañana, al alba, sacrificaban un cabrón para conmover al dios de la guerra. No porque temiera al enemigo, sino para dedicar el triunfo. Lo que finalmente disipaba el temor, porque constataban que no había olvidado nada, fue que llamara a cada uno por sus nombres a los tribunos militares y a los centuriones.
La marcha del triunfo continua por la Vía Sacra que vertebra la ciudad, discurre por el corazón de la Urbs que está abigarrada de eufóricos ciudadanos contemplando el botín obtenido; símbolos del poderío militar. Al llegar la cuadriga a la fuente Sudans la mirada de Décimo se sosiega en el resbalar del agua por la pared cónica. A él se le resbalan los recuerdos, no logra asirlos, se lleva la mano izquierda al lóbulo de la oreja para hacer memoria.
En las oquedades de su mente resuenan las palabras del esclavo: “… solo eres un hombre”, la frase no logra su propósito. Ya no lo cree. Su mente está asolada de olvido, purgada de recuerdos y pasiones. Su semblante luce vacuo, de trasunto héroe pagano, como nimbada efigie sacrílega que trasladan al Templo de Júpiter.
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