Iván Lanzi no se dejaba llevar por sentimientos. Perdió la fe, no solo en Dios, sino que también la había perdido la fe en la humanidad. Cargaba en su cuerpo, varias cicatrices de disparos que lo habrían alcanzado. Su profesión requería que fuera un hombre recto, apegado a la ley. Ya no portaba su uniforme, pero nada le podría decir que él no era un buen oficial, aunque trabajaba fuera de las reglas. En las calles, los delincuentes le temían más que a ir a prisión. Solo con escuchar el nombre de Iván, hasta el más bravo de los delincuentes le temía y no era de menos. Iván era uno de los mejores policías de su clase, dedicándose a rastrear y capturar jefes narcos y traficantes. Odiaba a quienes fabricaban, traficaban, distribuían y consumían sustancias ilegales, detestaba a los que vivían fuera de la ley y no se detenía averiguando si eran famosos o no, solo los detenía y les hacía pasar el peor momento de sus vidas y cuando se le daba un caso importante, avanzaba hasta encontrar un final que lo dejara satisfecho por completo. Jamás dejaría un caso sin resolver en sus manos.
Iván, fue criado por Héctor Lanzi, su tío paterno hasta que falleció de un fallo cardíaco el día de su egresó de la escuela de oficiales de la policía federal.
Héctor había sido un importante oficial dentro del ejército y lo crió con estrictos modo militares sin demostrarle cariño alguno, preparándolo severamente. Iván no tenía ningún afecto, la figura materna se había perdido en alguna parte de su corazón y todo lo que él tenía, era su carrera. No sentía pena por sus pérdidas, no derramó ni una sola lagrima por su tío cuando lo perdió, e incluso, solo conocía el amor, de verlo por alguna película o alguna frase. Se sentía inmune a eso y no comprendía del todo a lo que se referían tantas cosas que eran cosas que inventaban las personas. “Cuentos de hadas”, como decía su tío.
En los pasillos de la oficina se corría un comentario y a veces se hacían apuestas sobre el tema, viendo si alguien se atrevía a hablarle, con la oportunidad de hablar lo suficiente con Iván como para producir en él, algún signo de simpático estallido. Aun nadie lo había logrado, incluso, algunos de sus compañeros más osados, contrataron a un par de excelentes comediantes, esperando de ellos, lo que ninguno habría logrado. Les otorgaron uniformes y los habían hecho pasar por otros oficiales, pero el jugoso pozo acumulado que se habría formado durante esos cinco años dentro de esas oficinas, aun continuaba allí. Todo resultó de una forma desagradable, él mismo se encargó de apresar a esos farsantes y sacarle las sonrisas a sus compañeros, cuando tuvieron que rendir cuentas con su jefe.
Trabajaba en el departamento de narcóticos, no aceptaba tener un compañero, no confiaba en nadie y nadie confiaba en él. Lo más cercano que tenia, era su jefe, Raúl Lambar, al único que respetaba por su carrera dentro de la policía, sus casos resueltos y la manera que lo trataba, era muy similar a la relación que tenia con su tío, aparte de ser alguien cercano a él, desde muy pequeño. Fue por la amistad que había entre Raúl y Héctor, que Iván había decidido a ir detrás de la carrera de inspector policial.
Criado con principios inquebrantables, el resto eran cosas que simplemente a él no le interesaban. Su orden y su rutina, era lo único que lo apegaba a la vida. Se levantaba cuatro de la mañana, corría una hora, se duchaba, desayunaba en un café e iba directamente a su trabajo y se quedaba allí hasta las siete treinta de la tarde. Pasaba por una pequeña despensa, compraba lo necesario y como extra, una botella de whisky a fin de poder conciliar el sueño sin pensar en tonterías, concentrándose solo el algún caso, o revisando algún archivo hasta quedarse dormido y volver a empezar, esperando solo que le dieran un nuevo caso. O simplemente subía a la terraza del edificio en donde estaba su departamento y se quedaba allí solo, con su botella y su soledad. Otra opción, era no regresar inmediatamente, sino ir a algún pub, beber algunas copas y terminar enredado entre las piernas de alguna mujer de la cual, no recordaría el nombre al otro día, pero sí, su tarifa. Saciaba sus necesidades y dejaba pasar el momento como el agua en un rio, sin detenerse a pensarlo.
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