Bublo levantó las orejas como injertos de conejo y abrió de golpe los ojitos vivarachos. Se paró de un tirón, a pesar del cuerpo esférico digno de un sapo del cretácico. En cuestión de segundos ya olisqueaba la puertita del cuarto de adobe donde Nacho se incordiaba en el catre ante el flujo del insomnio.
“Ya salte con el Bublo si ya no vas a dormirte, viejo”, le dijo Renata a Nacho antes de enconcharse con las cobijas dándole la espalda, por lo que el anciano se estregó los ojos y se vistió bajo la luz misteriosa de las veladoras siempre encendidas ante varios santos desahuciados.
“Pos sí”, murmuró Nacho, acomodándose el sombrero deshilachado y el jorongo que tapó su cuerpo pequeño y encorvado, a tono con los huaraches correosos adaptados a sus pies acorazados por los callos.
Nacho percibió los coletazos de gusto de Bublo y exhibió las encías despojadas de dientes al sonreír, mientras se persignaba frente al enorme Sagrado Corazón que montaba guardia en las penumbras, alejado del boato de las demás efigies.
Minutos después Nacho ya avanzaba entre la neblina con el rostro regordete embozado con todo y bigote revolucionario, acariciando en ratos al animal a quien soñara la noche previa al parto múltiple de una perra hiperactiva.
Aquella vez Nacho había atestiguado en sueños el descenso torpe de un angelito obeso de cachetes pecosos, quien cubría su cuerpo rotundo con una cobija terciada mientras se quitaba el sombrero de palma, evidenciando un greñero de curandero tojolobal.
Con todo, lo más estrafalario de la imagen era el perrito tripón que el ángel abrazaba, dejando exhibida la panza enorme y las patitas desesperadas por zafarse.
Nacho recordaba que el ángel le sonrió pelando su hilada de dientes fulgurantes mientras señalaba al perrillo a quien nombró “Bublo”.
De modo que Nacho ya no se extrañó cuando al otro día descubrió al animalillo descomunal disputándole la teta al resto de los perritos como lagartijas sin chiste, por lo que no contuvo el impulso de levantarlo para escrutar el hocico chato del que aún escurría la leche, en lo que le ratificaba su apelativo preternatural.
El perro se apartó de Nacho y corrió tras unas ardillas que se escurrieron entre la milpa hinchada de elotes. A lo lejos los gallos olisquearon el vaho del sol y tensaron los pescuezos para desgañitarse en un concierto agreste.
Nacho soltó un bostezo ominoso y aceleró sus pasos hacia las estribaciones de un cerro donde meses atrás descubriera a los extraordinarios “gusanos dragón” que sólo habían incrementado su fama de azote de chipotles y cuaresmeños.
A esas alturas de su vida Nacho ya aceptaba sin falsas modestias su celebridad por ser “la única gente de razón” en todo San Macario Mazorcas capaz de entrarle a media docena de chiles sin más recurso que las contadas muelas escondidas en los reductos de una boca legendaria que tantos años atrás lo mismo sorbía curados de guayaba que sus buenos mezcales.
Como si el destino le hubiera reservado una sorpresa final, a sus noventa años Nacho había dado con los bichos que varios de sus descendientes dispersos en el estado calificaron como “dragones bien cabrones” a causa del color rojo fuego que abastecía sus lomos veleidosos.
Y no sólo eso, pues Nacho había descubierto lo que en verdad hacía célebres a los animalillos: los ejemplares crecían como larvas al interior de unos chiles prietos, donde al paso de las semanas se alimentaban de las hebras de fuego latente para al final emerger con todo su poder y sus panzas repletas de la capsaicina que los convertía en auténticos chiles mutantes.
El sol ya cubría de arrebol las montañas en cuyas faldas las milpas parecían desperezarse de la neblina, mientras Nacho se abastecía de múltiples gusanos colorados y convulsos que metía en un zurrón de ixtle bajo la cobija, haciendo a un lado al exultante Bublo mientras se saboreaba la salsa ígnea que Renata haría en pocas horas en su implacable molcajete.
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