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El cadáver de su esposa yace frente a sus ojos. Él parpadea
con incredulidad. No termina de entender lo que está
observando: su piel blanca y aterciopelada, salpicada por la
roja tinta proveniente de sus venas… venas que ya no palpitan.
Su largo cabello enmarcando un rostro pálido en el que una
expresión sorprendida se asoma, su boca semiabierta, los ojos
desorbitados… Muerta. Ella está muerta. Y su asesino, de pie
a pocos pasos del cuerpo, se dedica a mirarla con fijeza.

No parece importarle demasiado la presencia del
hombre a quien le acaba de arrancar su mujer, su amor, ni
siquiera le presta atención. El desgraciado viudo no sabe qué
hacer, si arrojarse al cuello, ahorcarlo, verlo morir como él la
vio morir a ella… si echarse a llorar, abrazarla, pedir ayuda…
no puede pensar, no es capaz de reflexionar. Su mente es un
nudo, un barullo ininteligible, un hervidero de emociones. El
otro, en cambio, se mantiene por completo sereno. Impávido,
a pesar del horroroso acto que acaba de cometer.

—No había de otra —exclama con un suspiro, sin
desviar la mirada de su infortunada víctima. El viudo siente
cómo sus manos empiezan a temblar al escuchar estas frías
palabras… tiemblan de rabia, tiemblan de terror.

—¿Que… no había de otra? —atina a murmurar con la
voz trastornada. Ahora todo su cuerpo se sacude. El homicida
clava sus indiferentes ojos en él y esboza una ligera sonrisa.

—Tú la amabas, yo la amaba. Pero yo no pensaba
compartirla contigo.

—¿Amarla? —repite con incredulidad— ¡Tú la
mataste! ¡Mataste a mi esposa! ¡La mataste! —grita furibundo.
Se lleva ambas manos a la cabeza y un intenso rojo colorea
rápidamente sus mejillas. Cierra los ojos con fuerza y comienza
a mecerse ligeramente sobre sus pies. El homicida suelta una
carcajada.

—El problema es que no era sólo tuya —le dice—.
Nos pertenecía a los dos. Y eso nunca fue de mi agrado.

El viudo no abre los ojos. Pero de nada le sirve
refugiarse de la realidad tras sus párpados; la imagen de su
esposa, muerta en el suelo, está grabada en su mente. Gruesas
lágrimas descienden entonces por su rostro, balbuceos escapan
de sus labios. Lo acometen fuertes mareos, fuertes temblores,
sus rodillas casi no pueden sostenerlo, así que se deja caer.

El homicida le mira en silencio. Mueve la cabeza
suavemente de un lado para el otro en señal de lástima... una
lástima pretendida.

—Lo lamento —le dice en susurros—. Yo también la
extrañaré, pero es mejor así. No podíamos compartirla para
siempre y ella no iba a elegir entre uno u otro. Es mejor así —
repite.

El viudo abre los ojos. Entonces la ve: el arma del
homicida, tirada cerca del cadáver de su esposa. La rabia ha
superado la conmoción, el horror, lo ha invadido hasta las
entrañas y lo incita a la venganza… y aquella arma le extiende
una invitación: tomarla, empuñarla, convertirla en su aliada.
Una bala, todo lo que se necesita. Tirar del gatillo, el único
requerimiento para ver la sangre de ese desgraciado derramarse
en el suelo, su cuerpo desplomarse, su maldita vida extinguirse.
El pago por arrancarle lo más preciado que tenía, el pago por
asesinarla.

Alza la cabeza y le sostiene la mirada a su enemigo;
una mirada extrañamente familiar. Adelanta unos centímetros
su mano en dirección al arma, pero no puede evitar vacilar y el
homicida se percata de sus intenciones. No parece asustarse,
por el contrario; su expresión se torna divertida.

—¿Vas a dispararme? —inquiere en tono desafiante—
¿Planeas deshacerte de mí de esa forma? Bueno, pues, inténtalo
—lo reta.

Esta última frase colma al viudo. Con un movimiento
rápido coge el arma y se pone de pie. Extiende el brazo y apunta
a la cabeza del asesino. Le toma unos segundos, segundos que
más se parecen a eternidades… pero finalmente aprieta el
gatillo.

El sonido del cristal al romperse lo confunde.
Pedazos de espejo vuelan en todas direcciones hasta aterrizar
estrepitosamente en el suelo. Del homicida no hay rastro
alguno. El viudo parpadea aturdido. Permanece inmóvil
durante unos momentos, con el brazo aún extendido y sus
dedos aferrando con fuerza el mango de la pistola.

—¿Ves? —escucha entonces la voz del asesino.
Sobresaltado, mira a su alrededor pero no consigue divisarlo.
Él continúa hablando— Eso no funcionará.

El viudo recorre la habitación, sus ojos desorbitados
y su corazón descontrolado. Sale al pasillo y entonces lo ve:
su rostro reflejado en otro espejo al final del corredor… un
rostro burlesco, un rostro satisfecho.

El viudo se acerca al espejo con temor, hasta quedar a
tan sólo unos palmos de la fría superficie del cristal. El reflejo
del homicida suelta una carcajada: se ríe de su desconcierto.

—Puedes deshacerte de mí con una bala, siempre que
apuntes bien —le dice.

El viudo abre mucho los ojos y su expresión se
deforma a causa del horror. Retrocede lentamente, alejándose
del espejo y del reflejo que continúa mirándolo fijamente.
El arma en su mano… las súplicas de ella… sus gritos
aterrorizados, el sonido del disparo, la sangre manando… la sensación
de satisfacción, su egoísmo complacido… un egoísmo que no era parte de
él… pero lo era… una crueldad que no era suya… pero lo era… un
acto que él no había cometido… pero lo había cometido. Él la había
matado… él la había matado… ambos la habían matado. El error:
su locura. La solución: el gatillo, su sien y un disparo… en la dirección
correcta.

Texto agregado el 03-04-2014, y leído por 59 visitantes. (0 votos)


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