La oscuridad se los fue tragando a medida que las luces del atardecer se desvanecieron por las ventanas y las rendijas, hasta dejarlos sin rostros, hasta ser solo sombras y desaparecer confundidos entre las mesas y el mostrador.
El sol sin avisar dejó la playa pero alumbró hasta morir definitivamente escapando en un cielo rojizo, mientras la negrura de la noche lo empuja contra el horizonte y se da el gusto de que se vaya.
Dentro del boliche gobiernan las penumbras cuando entra el hombre, difícil describirlo por ser solo una sombra que vaga y avanza. Al pasar por los reflejos que quedan se le descubre panzón, algo borroneado el rostro de fregarse con el antebrazo, con fuerza, el sudor que se despeña desde la piel calva de su cabeza, que es enorme y maltratada por los años.
Durante el día apretó con ganas el calor y el viento norte, y aun seguía haciéndolo, el Flaco abrió con un ruido arrastrado la puerta que da al mar y luego un poco más orientado por la escasa claridad que entra, encendió una vela entre ciegos manoteos de un estante y un vaso que cae al piso sin romperse.
El hombre se sentó en la barra alejado de otros parroquianos que hablaban, cuchichiaban, y bebían entre lapsos apelmazados de silencio.
Pidió cerveza.
-Tengo todo caliente amigo ¿a lo mejor quiere vino?, por que hielo me queda.
Con la misma voz gastada le dijo:
-Déme, si no es muy malo.
No hubo respuesta audible, pero le llenaron un vaso de vidrio grueso que bien podía servir de florero y que ya tenía antes de parpadear al alcance de su mano.
Dio el primer trago sin demoras, lentamente dejó al tinto que lo penetrara con disfrute, un solo ademán y el líquido oscuro bajó hasta la mitad cuando apoyó el vaso nuevamente, después encendió un cigarrillo con pulso firme y siguió sin moverse.
De entre las mesas salió la sombra que se le sentó al lado, arrimándose a la luz de la vela.
El dueño al descubrirlo lo llamó por su nombre y le acercó un vaso igual, que sirvió también con vino.
-Salud, amigo –Dijo llevándose el vidrio a la boca.
-Salud –Contestó el recién llegado levantando apenas un dedo.
-¿Nuevo por acá?
-No.
-Nunca se lo había visto por estos pagos.
No obtuvo respuesta ahora.
-¿Vive por la costa?
-Mucho más que en otros lugares.
-¿Algún negocio?
-No.
-¿Anda de paso, pescando?
-¿Pescando?
-Si, ¿anda de pesca embarcado?
-No, jamás lo haría.
-¿Le tiene miedo a estas aguas, son bravas?
-Algo así, respeto, prefiero la tierra firme.
-¿Viene de algún campo de por acá, de la zona?
-No, solo vengo a beber algo tranquilo, aunque prefiero hacerlo en mi casa.
-¿Ahaá, negativo parece el hombre?
-Para nada –Dice, y termina con el mismo placer del anterior, de un sorbo, el resto de vino que le queda.
-Puedo invitarle una vuelta ¿si gusta otro vino? –Preguntó.
-Desde luego.
El bolichero con su mejor cara, llega con una botella en la mano, llena los recipientes vacíos y comienza con las maniobras previas a encender el Petromax.
-¿Se enteró del naufragio de las lanchas de pesca de cazones?
-Si.
-¿Qué desgracia, no? –Pobre gente.
-Si, supongo.
-¿Cómo supongo, usted no se apiada de la tragedia de esas familias? -¿De esos desgraciados laburantes, mi amigo?
-Si, de haberlos conocido me afectaría, pero al ser desconocidos para mí y conocer la noticia en charlas de la calle, es muy diferente…
-¿Quiere decir que a usté no le importa nada toda esa gente muerta? -¿Qué no siente nada?
-En realidad, no mucho, solo escuché que desaparecieron en el mar algunas embarcaciones durante una tormenta.
El farol al encenderse en su plena potencia y crecer la luz, blanca, intensa, muestra como varios paisanos aparecen escapando a la oscuridad, muestra que hay más gente en el boliche.
Quién invitó y ahora bebe un trago, grita:
-¡Aquí hay un tipo que dice no le importa un carajo, ni el naufragio, ni los que se murieron ahogados! -¡Que no los conocía!
Todos tienen los ojos apuntados en el hombre calvo, al que ahora se le descubre una pequeña barba en forma de chiva en el mentón y apoya su abdomen abultado contra el mostrador.
El Flaco ayuda en la escena acercando el Petromax y colgándolo de un gancho que le cuelga a un tirante de la cabreada justo encima de él.
En la última mesa, casi en la puerta del fondo que siempre está con la traba puesta, hay una mujer derrumbada sobre una silla, parece un espantapájaros de pelo blanco, encanecida de polvo la cabellera que le chorrea hasta cubrirla casi por completo, que dice:
-A ese hijo de puta hay que cagarlo a palos…
Se puede leer en su voz lo que le afecta la desgracia y el tiempo que lleva bebiendo.
Un apagado rumor que viene del mar crece por momentos y da la sensación de que vibran las tablas del piso en el bar, parece trepidar esa arena que está abajo, que está cubierta.
El hombre indica en un ruego cortés, le sirvan nuevamente vino, enciende otro cigarrillo, la bocanada de humo que exhala apenas se mueve en el aire como si quedara inmóvil, pegado a la piel de los pómulos y de su nariz carnosa. Acomoda el tabaco entre los dedos y continúa en silencio.
Un paisano de sombra encorvada, con un rebenque agarrado por la lonja, se acerca al mostrador y encendido por el odio, pega un talerazo sobre la madera haciendo retumbar hasta los postes del alero, de donde cae arena y se la ve al trasluz como si el farol se apagara.
-Este es un boliche de gente decente –Dice – ¡A los tipos de mierda, acá los hacemos cagar pa’ que no vuelvan!
Y así se queda un rato interminable, pendenciero, respirando hondo y sacando pecho.
Suena una guitarra en una milonga conocida y la voz del Uruguayo es la que canta, casi habla. Se prende otro farol, varios que charlan a la vez se van callando.
El parroquiano preguntón termina su vino, paga, suaviza el tono autoritario del rostro con un guiño, muestra los dientes en una sonrisa falsa y se va saludando apenas con la mano, otro se acomoda la gorra sobre su cara de pájaro seco, de ojos muertos y también deja el boliche.
La música sigue y acompaña al tipo que no se mueve, toma su vino y fuma. El ambiente y los ceños se aflojan mientras el lugar va quedando vacío.
Pasó un tiempo más y otras vueltas en la bebida cuando la sombra pesada y silente vuelve a caminar por la arena, buscando rumbo.
Arrastra los pasos y piensa:
-Por que en la vida anda todo tan mezclado, lo bueno y lo que es un poco mal parido; lo sagrado y lo que es un poco del diablo.
Mientras elucubra pensamientos le viene una sensación inconfundible en el medio de la panza, justo debajo del ombligo. Rodea un médano hasta ocultarse tras un grupo de tamariscos, afloja el cinturón y se agacha con los pantalones bajos, sosteniéndose con sus manos enormes de unas ramas flacas de la planta.
Ahí da rienda suelta a todo lo que tiene que salir, y mira en la distancia difícil de la noche una fogata que alguien encendió en la playa.
Busca descifrar ruidos que aparecen y en la oscuridad, sintiendo el viento, se le agrandan los terrores.
(2014)
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