Autopsia.
La sala con su alicatado de color blanco hasta el techo, daba el aspecto de estar en un sitio impoluto, de no ser por un gran banco de acero inoxidable, con varios grifos para agua caliente y fría, que daba una indiferente sensación de triste soledad. Sobre la mesa de autopsias, reposa un cadáver en decúbito supino, con la cara y los genitales tapados. Aguardando al médico forense de turno.
Un arrastrar de pasos se deja oír por el pasillo. Un hombre con bata blanca, de prominente calvicie, gafas de concha y barba de varios días, entra en la sala. Como de costumbre está solo. Nunca realiza una autopsia con ayuda, de siempre estima el silencio. La empatía entre él, y el cadáver es fundamental para la exactitud de su informe. Antes estuvo el personal sanitario disponiéndolo todo. El carro de instrumentos y recogida de muestras, está a su lado para su plena disposición.
Empieza con su rutinario examen del cuerpo. Al terminar el mismo, toma sus anotaciones. Acto seguido, con su habitual maestría, coge el bisturí, con el que hace una incisión desde el esternón hasta el abdomen. Comienza a sacar los órganos para pesarlos, luego los pone en frascos que después mandará al laboratorio. Todo se desarrolla con absoluta normalidad, pero el sabe que no tardará mucho en pasar… sí siempre pasa, desde pequeño ya tuvo su primera entrevista. Su abuelo le dijo que no temería, que eso venía de familia y tenía que aprender a con-vivir con ello. Algo le decía que pasaría pronto.
En la sala la temperatura empezó a descender de forma alarmante, las luces empezaron a parpadear. Él, inalterable seguía con su rutina, no era la primera vez que pasaba, ni sería la última.
—Vamos no seas tímido… —Dijo el doctor con parquedad.
Al lado del cadáver, de la nada, empezó a formarse un torso de hombre. Poco a poco se definieron, la cabeza, el tronco y las extremidades superiores. Estaba como suspendido en el aire. El forense, ajeno al fenómeno seguía con su minucioso trabajo.
El llanto del espectro le hizo levantar la vista. Nada fuera de lo normal. El típico espíritu en pena, y arrepentido. El doctor interrumpió su trabajo, tomó su libreta de anotaciones y se acercó al fantasma diciéndole:
—¿Es tu mujer?
—Es mi señora —afirmó muy arrogante.
—Bueno, vale, es tu mujer… —asintió muy resignado el doctor—. Empezamos de nuevo —siguió diciendo el galeno algo más autoritario—. ¿Recuerdas cómo os conocisteis? —siguió diciendo el doctor con sumo cuidado de no enfadar al espectro.
La aparición puso cara de ensimismamiento, empezó a hablar:
—Fue algo de lo más normal. Yo vengo de una familia de clase media y ella también, así que nos conocimos de la forma habitual. En una discoteca de las afueras de la cuidad. La vi, me gustó, le pedí bailar, y así empezó todo.
—¿Recuerdas algo más? —repuso el médico algo impaciente.
—Sí doctor, qué jóvenes éramos los dos. Sin preocupaciones, sólo amarnos. La vida transcurría apacible. El parque cual paraíso en medio de la cuidad nos proporcionaba un oasis de felicidad. Nuestro sitio de besos furtivos, fuera de las miradas de curiosos. Elegir la película a ver, ¿qué hacer después? Las únicas preocupaciones que nos atormentaban. ¡Qué despreocupación!
—Muy romántico no es, que digamos —asintió el galeno, no con cierto énfasis en “romántico”
—¿Qué quiere doctor, una novela rosa?
—Bien sigamos, que el tiempo apremia.
—¿El tiempo, doctor?
—Si, hombre. No tengo todo el día.
—¡Doctor!, estoy soñando ¿Verdad?
—¡Soñando! Con una soga alrededor del cuello, lo dudo...
—¿Qué quiere decir doctor?
—Está claro ¿No? Tu mujer, con las tripas al aire y tú aquí flotando...
—¡No!, no puede ser... estábamos los dos, si esto… yo le pregunté dónde fue anoche… y ella no supo que contestarme, entonces … yo… me duele la cabeza doctor, no consigo recordar, está todo muy confuso… gritos, insultos, y ruidos de objetos me vienen como un torbellinos de recuerdos, que no puedo ordenar. Luego todo silencio…
—El médico habló muy serio.
—Sabes, tengo una reputación que cuidar. Si tú me ayudas, diciéndome de que manera la liquidaste, nos ahorraríamos muchos tiempo y dinero.
—¿Asesino, yo?
—Vamos amigo, no te hagas de rogar —el médico cada vez más impaciente.
—¡Sólo es una maldita pesadilla! ¡No soy un criminal! no… yo la quiero, es mía, nunca la mataría. Me estás mintiendo maldito mata-sanos. Además —siguió hablando el espectro—. ¿Sí estuviera muerta, dónde está? ¿Por qué no está aquí?
—Valiente entupido ¿Te piensas qué después de matarla, se te presentará como si nada? —el galeno se expresó de la manera más irónica posible, a lo que el espectro se desarmó, pero enseguida reaccionó diciendo:
—Mi mujer me quiere, me perdonaría… sí, esto… ¡¡puta, más que puta!!… ¿dónde estás? ¿Por qué este médico me está insultando? ¿Adónde estás, ramera?
El médico viendo la imposibilidad de una entrevista en condiciones, ya daba por perdida la conversación, diciendo:
—¡Amigo!, veo que no hay modo de entenderse contigo, vete por donde viniste, hemos terminado. El espectro puso cara de desesperado, hablando en tono de ruego:
—Doctor… por favor sáqueme de esta pesadilla que no tiene fin, se lo suplico…
—Sólo te queda admitir y confesar tu crimen —afirmó el médico a modo de sentencia inapelable.
—¿Confesar? ¿Dígame condenado mata-sanos, qué tengo que confesar? —El fantasma igual se enojaba, que suplicaba—. Por favor doctor… no puedo más… que finalice pronto… que acabé todo, se lo imploro…
—Tu tiempo se termina —sentenció el Galeno.
—¡¡Doctor doctor!! ¿Qué ruido es ese? —dijo con pavor el espectro.
El médico con su habitual templanza, no hizo el menor caso siguiendo con su rutina. Le contestó:
—No te inquietes, tu tiempo llegó a su fin…
De las paredes de la sala de autopsias, miles de cucarachas brotaron a manera de varios hormigueros reventando a la vez. Pronto, toda la estancia se llenó de un asqueroso color negro. Un zumbido de millones de patitas y alas, estaban a punto de iniciar su vuelo… a una sola orden. Los incestos se abalanzaron sobre el espectro, que se debatía en inútiles esfuerzos por luchar contra la marabunta, que rápidamente lo devoraron. En pocos segundos la sala quedó en un tétrico silencio, el doctor acabó con su trabajo, tapó el cuerpo con la sabana blanca de rigor, salió, y allí quedó la infeliz.
Fin.
J.M. Martínez Pedrós.
|