Érase una vez un pequeño delfín hechizado por la luna. En las noches de luna llena miraba embelesado la gran esfera plateada que ésta proyectaba sobre las aguas del mar.
Una de esas noches escuchó la conversación que
mantenían la luna y el mar y no pudo evitar dar saltos de emoción:
-Mar, sólo tú puedes ayudarme con lo del vestido de volantes. Me han invitado a la Feria de Abril y no tengo qué ponerme. Si me regalas un puñado de tus onduladas olas, las coseré al bajo de mi traje de nube y parecerá un auténtico vestido de sevillana.
-¡Ay, Lunita!, por pedir que no quede. Procuraré reunir las mejores olas para la primera noche de abril. Eso sí, tendrás que ser tú quién baje a recogerlas.
El delfín no cabía en sí de gozo pensando en que iba a tener la oportunidad de ver a la luna de cerca, tocando el mar.
Llegó la primera noche de abril y, tal como estaba acordado, la luna, arropada por varias nubes, descendió hasta el mar para recoger las olas que su fiel amigo le había preparado.
El delfín, lleno de entusiasmo y dando rienda suelta a sus instintos, no se lo pensó dos veces y se camufló de un salto entre la blanca espuma de una de las olas. Así, este singular polizón, consiguió, en una singladura sin precedentes, abandonar el mar y llegar al espacio celeste.
Lo malo fue al llegar la madrugada. El sol, que apareció como de costumbre cuando la luna ya se retiraba a descansar, fue aproximándose a ésta lleno de curiosidad. La luna, temerosa de que el sol con sus ardientes rayos le absorbiera su traje de volantes de agua, le gritó: -¡Sol, no te acerques! Pero ya era demasiado tarde. La pobre luna vio evaporarse en un santiamén su preciado vestido.
¿Y qué fue del pequeño delfín? Algunos dicen que, haciendo gala de sus dotes de avezado saltarín, se refugió en una gran masa de nubes oscuras y volvió al mar en medio de un inmenso aguacero. Otros aseguran que, si miramos fijamente a la luna en las noches de plenilunio, una pequeña sombra en forma de pez se adivina entre sus manchas.
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