Su nariz sangraba constantemente, a los doce años los doctores le habían cauterizado una pequeña fisura nasal que provocaba el derramamiento sorpresivo del líquido rojo, sin embargo, aquella intervención médica no duró mucho, y desde entonces no había vuelto a realizarla.
Guillermo Uliarte era un tipo extremadamente depresivo. Con cuarenta y un años recién cumplidos, vivía solo en algún rincón de la comuna de La Florida, había tenido tres hijos con los cuales, por razones que no vale la pena explicar en este momento, no hablaba hace ya mucho tiempo, su esposa había muerto de cáncer una tímida mañana de Marzo de 1994, y sus ingresos variaban conforme al empleo, un día de mesero en algún restaurante de comida china, otro de vendedor de planes telefónicos, otro de limpiavidrios, otro de operador de radio-taxi, etc.
No obstante, lo que realmente mantenía cuerdo a Guillermo, la razón por la cual aún mantenía sus pulmones con aire, era el hecho de hacer música, la capacidad de poder crear canciones y reproducirlas posteriormente, siempre en compañía de su viejo instrumento de cuerda, una guitarra a la cual llamaba cariñosamente con el nombre de Sara, el mismo de su esposa.
Cada fin de semana se instalaba en la esquina de Huérfanos con Ahumada con un amplificador conectado a Sara y tocaba y tocaba, y cantaba y cantaba, sin importarle el dinero, tampoco lo pedía, tan solo anhelaba volar en medio de todos, olvidar su obsesión por el suicidio y calmar su fobia a la soledad.
De vez en cuando, se acercaba a él algún sujeto a preguntar si tenía discos a la venta, pues su música gustaba a muchos transeúntes, pero Guillermo no prestaba atención y continuaba haciendo lo suyo, aunque en más de alguna ocasión, se le había cruzado por la mente la idea de plasmar sus canciones en algo a lo cual todos tuvieran acceso si quisieran, pero luego volvía a lo suyo, a conversar con Sara y sus cuerdas, a cantar como si su voz fuese la única con vida.
A menudo entonaba algún tema de Silvio Rodríguez, su mayor influencia, su favorito era “Canción del elegido”, también lo era el de su esposa. Pero la mayoría de las veces, toda su fiesta musical era interrumpida drásticamente por su sangramiento nasal, entonces sacaba un paño que guardaba siempre en el bolsillo izquierdo de su pantalón y lo utilizaba como tapón con la finalidad de estancar la sangre. Luego guardaba a Sara en su estuche y se retiraba del lugar, satisfecho, aunque no del todo. Camino a casa le gustaba ver la expresión en el rostro de las personas, de ahí sacaba las ideas para sus canciones. También compraba cigarrillos y, si el dinero alcanzaba, alguna botella barata de vino tinto.
Llegando a su hogar se daba una ducha y se vestía con ropa ligera, recogía la correspondencia que deslizaban bajo la puerta y la almacenaba en un cajón de la cocina, solo cuentas y algunos saludos del alcalde de la comuna, en resumen, mierda pura. Después, acompañado del vino y los cigarrillos y algún que otro lamento, entraba en una habitación oscura, la más oscura de la casa (en tiempos mejores la había compartido con su mujer), encendía una vela y abría un poco la ventana, se sentaba en el suelo alfombrado, tomaba un cuaderno gastado de color rojo que se encontraba tirado en el mismo suelo y lo abría, en su interior había un lápiz pasta de color negro y la mayoría de las hojas estaban ocupadas, pero él siempre encontraba un espacio donde escribir. Sacaba un cigarrillo y lo encendía, descorchaba el vino y se servía en una copa sucia que mantenía en la habitación.
Bebía y escribía, escribía y bebía, podía pasar horas haciéndolo, mientras todavía existieran el vino y los cigarrillos no había problema.
A la mañana siguiente lo despertaba el viento que se colaba por la ventana entreabierta, se levantaba, examinaba la botella de vino, generalmente lo bebía todo, dejaba el lápiz dentro del cuaderno y lo cerraba, se duchaba rápidamente, se vestía con ropa ligera, se sentaba en un sillón que se encontraba en el patio bajo un limonero que ya no daba limones, y dormía nuevamente. Aquello era su rutina la mayor parte del tiempo, inclusive, lo practicaba de Lunes a Domingo en caso de no haber trabajo al que acudir.
Pero su depresión había aumentado los últimos meses, el cuaderno gastado de color rojo daba cuenta de ello, ya no escribía. Sara no había salido de su estuche durante semanas, olvidada, encerrada, confusa.
Guillermo ya no acudía a su cita musical con Santiago y su gentío, ya no le interesaba conseguir empleo y vivía de míseros ahorros. No se duchaba siquiera, solo bebía de su vino barato en su copa sucia. No cantaba, no pestañeaba, no lloraba, no dormía, las paredes de su hogar se habían convertido en una extensión de su inerte cuerpo, demacrado por dentro y por fuera.
Una tarde ordinaria de un año ordinario, sentado en su sillón, semidesnudo y maloliente, comenzó a sangrar nuevamente su nariz, se levantó y se dirigió al baño, buscó algo de papel higiénico pero su búsqueda fue en vano, se había terminado la noche anterior. Abrió entonces la llave del lavamanos y no le fue mejor, el suministro de agua había sido cortado por no haber cancelado sus cuentas, no contaba con el dinero para eso, solo se aseguraba de comprar su vino todos los días.
La mitad de la casa estaba manchada con su sangre, la cual se derramaba de sus manos al acumularse, no lograba hallar nada con que estancarla. Sintió su cuerpo cansado, derrotado, cayó al suelo y se golpeó de horrible forma la cabeza, ahora su nuca también sangraba.
Logró ponerse de pie a duras penas, dio algunos moribundos pasos y se recostó en aquella habitación, a un lado del cuaderno, quizo llorar pero no pudo hacerlo, hubiera sido agradable murmuró su mente.
Permaneció en la misma posición durante algún tiempo, luego de un rato, ya no sangraba por ninguna parte de su maltrecho cuerpo, era de noche y una luna llena brillante se apoderaba de los cielos, había calma en el ambiente, y las hadas madrinas seguían ocultas del intelecto humano.
La sangre estaba seca, tal como lo estaba su dueño. Reunió un poco de fuerzas y se paró nuevamente, echó un vistazo a su entorno y para sorpresa suya divisó una botella con un poco de vino, perdida entre algunas cajas del mismo licor y algunas hojas arrugadas con escritos sin sentido.
Vació el vino en su garganta y cayó al suelo de rodillas, ahora su rostro se encontraba frente a frente con el único charco de sangre cuya existencia todavía no era congelada. Pudo ver su reflejo y mantuvo una breve disputa con el mismo, su cordura se extinguió al igual que el amor propio.
Como sombra de una sombra, Guillermo se deslizó en forma pausada hasta llegar donde se encontraba Sara, la cual había sido desterrada del país de los cánticos, y al abrir el estuche, se sintió la pena en el universo entero por su estado, sucia y descuidada, cubierta de oscuros lenguajes, aterrada por las falsas promesas, marchita.
Hombre y guitarra se dirigieron al patio junto al limonero que no daba limones, él le traspaso su desilusión con el tacto, no hacía falta, ya estaba bastante desilusionada.
No hubo filosofía ni nada por el estilo, sin pensarlo arrancó una de sus cuerdas y se escuchó una amarga tonada por todo el globo, como un eco que jamás cesa, entonces, ató la cuerda en una de las ramas más firmes del árbol y envolvió su cuello con el otro extremo, dejó que todo fluyera, la vida, la muerte, sus penas, el impredecible viento, todo, menos su sangre.
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