Tuve el impulso de pararme y vestirme. Creí que era ya muy tarde. La tranquilidad sobrevino cuando escuché a mi esposa dormir profundamente. Volví a acostarme, miré el reloj, oprimí el botón de luz, eran las cuatro de la mañana; una madrugada fría. Cerré los ojos y percibí el pulso al recostar mi cabeza. Conté la frecuencia, y rebasaba lo normal como si hubiese trotado. Respiré hondo. ¿Por qué mi corazón latía más de prisa? ¿Acaso sería mi presión, o el exceso de café durante el día?
A ella le encantaba el café y decía riendo:
- En este momento estoy hechizada, puedes hacer y deshacer de mí.
Yo reía. Era una broma, pero siempre la repetía. Empecé a creerle.
Una mañana, ya para salir del trabajo, la besé una, dos, tres veces, y seguimos y seguimos hasta que el café dejó de hacer efecto, y gritó:
- Tengo citas pendientes.
Después corriste buscando un taxi.
Subiste al auto, me observabas y desviabas tu mirada. Movías tu cabeza de un lado a otro. Verte con falda corta, invitaba a pasar mis manos sobre la tersura de tus piernas. Con una mano guiaba el auto, la otra planeaba sobre la suavidad de tu rodilla.
- ¿Te quedarías quieta, así como eres de juguetona?
Yo escuchaba ya los latidos de mi abdomen mientras tu mano de piel de oveja cubría mi entrepierna. Aquella vez vi cómo preparabas el café, colmado de harina.
- Es café turco – dijiste- y está recién tostado...
Apreté de nuevo la luz del reloj y, escasamente, habían pasado unos minutos.
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