Los Enanos
Debe ser obra de mi imaginación, resulta absurdo creer que los diminutos hombrecillos de jardín, de cuerpo de cemento, me estén controlando.
En mi retina habían quedado los tiempos en el jardín de mis abuelos, atestados de inentendibles objetos de adorno dando la bienvenida a las visitas.
Eran las primeras figuras que aparecían al trasponer la verja de entrada, dueños de ese espacio usurpado a sus moradores, con miradas adustas hacia el infinito,. Su edad probable la daba el estado de sus colores, decolorados con el paso del tiempo.
Los más vívidos eran los recién llegados que compartían el solaz con los añosos sujetos de oscuros pasares. Algunos portaban carretillas que transportaban plantas, otros más perezosos estaban recostados en la gramilla con su cabeza apoyada en un hongo. Todos con infaltables gorros rojos y abundantes barbas blancas que cubrían sus rostros queriendo alcanzar sus cinturones. Hasta había un pitufo que desentonaba con los demás.
Era casi imposible sostenerles la mirada, penetrantes inquisidoras y amenazantes.
Rara vez cambiaban su sitio, siendo silentes custodios del predio asignado.
Unos prominentes pómulos configuraban una expresión incierta entre la alegría, el asombro, la maldad o la indiferencia.
Algunos viejecitos llevaban gafas, otros no se cansaban de sostener una pipa.
Nunca supe su procedencia, los abuelos lo daban como un hecho su presencia que no daba lugar ni para orgullo, nunca se hablada de ellos. Pero allí estaban.
Como ahora están en mi jardín. Los abuelos ya no están, en un acto de compasión quise quedarme con ellos. Fue la peor decisión. Sabía que algo estaban tramando, lo podía percibir en sus miradas.
Mi perro ya no se paseaba por el jardín, se lo veía con la cola entre las patas y recluido en el desván.
Desde mi reclusión en la penitenciaria federal nadie puede creer en mi historia. Uno a uno los fui enterrando en el jardín. Al principio no notaron mi maniobra aunque cuando enterré al pitufo, los demás enanos se sublevaron y no tuve mas alternativa que deshacerme de todos ellos.
Cuando los policías irrumpieron en mi propiedad, se dirigieron presurosamente a cavar en el jardín donde un macabro hallazgo me heló la sangre. Los diminutos hombrecillos, ahora de carne y hueso yacían en la tierra. Mientras gritaba mi inocencia un par de esposas me inmovilizaron y me condujeron hacia el destacamento.
Ahora estoy condenado por infanticidio y me espera la pena capital. Los pequeños monstruos de cemento lograron su objetivo.
OTREBLA
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