Carlita no era flaca, pero sí petisa. Por eso su nombre se decía en diminutivo: por su baja estatura. Yo la había conocido de una manera poco prometedora. Era carnaval: las máscaras se confundían, entremezclándoseme sus colores, que aparecían y desaparecían de mi campo visual. Cuando pude, por fin, volver a abrir los ojos, vi a una niña algo mayor que yo, rubia, riéndose de una manera tan burlona que aún hoy, cuando tropiezo por la calle o cuando vuelco mi café, escucho esa risa. Era mi enemiga, la niña atroz que había llenado mi cara, y mis ojos, de una espuma que ardía por lo barata. Cuando la vi, tal vez humillado por haber sido vencido bajo la espuma de una nenita, me puse a llorar. Su risa comenzó a retroceder, dejándome ver sus ojos –ahora expandidos- en su fina negrura, confundiéndose las pupilas con el iris. Quizás le di lástima, quizás le gusté, quizás ambas cosas, pero el hecho fue que, arrepentida, me dio un abrazo y me llevó de la mano con mi papá.
Después de esa noche nos veíamos para jugar. En la adolescencia, descubriendo nuestros cuerpos, descubrimos también el amor. O al menos lo que pensamos en esos juveniles años que era el amor. Nos casamos. La fiesta fue un desastre: un nubarrón anunciaba una noche de lluvia, pero –como a todas las cosas que vinieron después- no le hicimos caso. Hicimos la fiesta en ese campo que pertenecía a su primo. Llovió, el barro mojó el vestido de novia por todas las puntas inferiores, los truenos asustaron a mis sobrinos y también a los caballos, que cruzaron un alambrado y corrieron hasta darse con la mesa dulce, atravesándola, partiéndola a la mitad. Esa fue la primera tragedia de nuestro matrimonio.
Carlita no había crecido muchos centímetros más después de ese día. No me importaba; yo tampoco era, a decir verdad, demasiado alto. Éramos jóvenes y llegábamos a amarnos hasta dos veces por día. Me encantaba verla quitándose el corpiño, dejando ver los pequeños bultos que se asomaban, tímidos, de su cuerpo al exterior del mundo, al contacto con mis labios. Senos firmes, pequeños, dorados por el oro de su piel, camino hacia su sexo que, húmedo, rosado y abierto, esperaba mi presencia.
El amor era quizás, en ese momento, viajar con ella en colectivo y sentir su perfume ligero de chicle. El amor era quizás, en ese momento, romper un plato contra el suelo y cortarse los pies, dejándolos que sangraran tiñendo de rojo el piso de mármol de la cocina. El amor era que Carlita volviera del trabajo, abriéramos un vino, y lo derramara sobre su ella, lamiendo luego cada parte de su cuerpo teñida de morado.
No sabíamos lo que era el amor. Quizás era eso que ya hacíamos bastante poco, quizás era eso que ella hacía ahora con otro hombre –mientras estaba trabajando- en hoteles en los que nunca habíamos dejados, nosotros dos, nuestra huella de piel y saliva.
-Carla- dije al abrir la puerta, casi como una alarma, casi como para darle tiempo.
Nadie contestó.
-Carla, ya llegué- repetí.
El picaporte de la puerta de mi pieza estaba más frío que de costumbre. Abrí la puerta y entré, a un cuarto oscuro, en el que lo único que pude ver fue una hebilla reflejando un inoportuno fulgor.
Estaban Carla acostada. Desnuda sobre la cama, tapándose los pechos –su desnudez- con una sábana, como diciéndome que su cuerpo no me pertenecía más, como diciéndome que ahora le pertenecía a ese tipo que, asustado, se prendía el cinturón que disimulaba su obesidad. Se miraron entre ellos; Carla, creo, comenzó a llorar. Una sombra negra chorreaba de sus ojos y manchaba sus mejillas, una pierna permanecía afuera de la sábana, aún marcada por la fuerza de una soga. Recordé la imagen de Camila. Di un paso para atrás, alejándome sin poder dejar de mirar la escena. Me fui y, antes de cerrar la puerta, me pareció escuchar la voz de Carlita llamándome.
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