“Buenas noches, qué duermas bien”, me dijo mi esposa cuando subí a mi cuarto. Es curioso cuando las parejas envejecen y los hijos se van, la casa parece enorme y cada uno duerme en habitación separada. ¿Por qué? Para que el vacío sea menos o porque el marido se levanta a cada rato a orinar y molesta a su conyugue o bien para ver tranquilo la televisión.
Se cumplen los ritos de apagar la luz y recostar la cabeza en la almohada. De alguna manera el dolor y la finitud que se me acerca gracias a mi cansado corazón, angina de pecho le llaman los doctores, son hermanos siameses y el preámbulo del temor. Hay momentos, en que despierto de madrugada y me sube el miedo al estómago como si estuviera a punto de sacar un gato por la cola a través de mi boca, las agruras y el dolor, que ignoro si será gástrico o el corazón está protestando.
Abro las ventanas para dejar pasar el ruido de la ciudad, pero ni así dan consuelo a mi soledad. Examino con cuidado los retratos de las paredes, familiares que en ese momento me son desconocidos y ninguno me dice algo como si en ese momento el vacío fuera el lenguaje de animales ponzoñosos. Arriba de la cabecera de mi cama, mi mujer me puso un Cristo. Raro personaje que tampoco comparte mi silencio.
Mis brazos no tienen fuerza y de pie siento caerme, como puedo me siento al borde de la cama, entonces veo mi retrato de bebé que mira desconcertado a este señor con los dedos ateridos y de pronto ese niño cierra los ojos y sonríe pero no a mí, sino a la negra noche que se ve a través de la ventana. Respiro profundo y el mareo va desapareciendo.
Me sacudo la alucinación con alguna lectura, pero el desamparo se recrudece y mis ojos ven sólo frases sin sentido y las páginas se llenan de horribles metáforas que mi pensamiento desordenado las deposita en mi corazón y éste se apaga.
No sé si estoy dormido o simplemente en duermevela, pero el techo ennegrecido se va estrechando encerrando cada vez más a mi cuerpo inútil y miro a través del cristal como la vida terca no quiere apagarse, una persona se asoma y, de súbito una mano severa azota la tapa y quedo en la oscuridad definitiva del ataúd.
Sólo el ahogo se encuentra en mi pecho, un ave agónica que apenas respira, de plumas podridas. Sin embargo es de extraña belleza como una hada-nocturna con alas verdosas y pálidas, su breve cuerpo se desvanece. Entonces el pavor del eclipse, la carencia horrenda, el alejamiento perpetuo y contundente, me estruja como boa constrictora, me petrifica y enfría mi pobre cuerpo. Seres de blanco practican mi autopsia en vida. Sólo el terror murmura: “no eres nada” y aumenta el dolor de mi pecho. Sudoroso me levanto y me pongo una pastilla sublingual de isorbid.
Pienso con angustia en mi cuerpo muerto cuando no escucharé las palabras y solamente hablaran mis heridas abiertas, mis gusanos. No, es mejor ser incinerado aunque esto me acerque al infierno y todavía sudando frio me pregunto: ¿existirá? A mi bella y paciente esposa le pondré mandar un beso del más allá. A lo mejor lo recibe estando dormida y sentirá que algo, un insecto metafísico, vino a turbarla.
Parece que las sombras de la noche van desapareciendo, apaciblemente canta un ruiseñor, o yo lo imagino.
—Buenos días, ¿dormiste bien? —preguntó ella.
—Sí —respondí.
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