EL REVÓLVER MALDITO
Por Gustavo Noreña Jiménez
El suicidio es una realización brusca, una liberación fulgurante: es el nirvana por la violencia. E.M. Cioran.
Hace años en la urbanización Chiminangos en Cali, el propietario de un apartamento se suicidó, luego de arrastrar por el mundo una salvaje decepción amorosa. Ni siquiera la ilusión de un nuevo amor que se vislumbrada en el horizonte pudo detenerlo. Juan, el hermano del muerto con el correr de los días ocupó la vivienda en calidad de heredero, así como también, recibió el revólver del suicida. “El revólver maldito. En fin, servirá para ahuyentar los ladrones”―Pensó.
Juan durante muchos años en compañía de su mujer y una hijastra vivió feliz, aunque nadie sabe cómo es la felicidad; nadie le ha visto la cara. Los filósofos dicen que es el sumo bien o bien objetivo al que tiende el ser humano; para Platón, la felicidad está en el movimiento tranquilo, o sea, evolución o cambio sereno de las cosas; y Epicuro, enseñaba que la felicidad se consigue a través de la satisfacción de los placeres.
Aquella tarde, a Juan lo llevaron al Seguro Social para una consulta sobre un cáncer que padecía en el estómago; la cola era interminable; los gritos de los enfermos invadían los pasillos; los olores de la gente apestaban el aire. Ya por la noche de regreso a su casa, dijo: “A mí al Seguro Social, no me vuelven a traer”.
En la mañana del nuevo día cuando caía un sol abrasador sobre la ciudad, Juan le dijo a su hijastra que le fuera a comprar unas cervezas para ahuyentar la sed. “Hija, demórese lo más que pueda, necesito que la soledad me invada”―Pensó Juan. En verdad, un extraño sopor invadía el apartamento como trayendo malas energías. Mientras le traían el recado, Juan, tomó un estuche negro y lo envolvió en su toalla nueva y se fue para el baño con la finalidad de darse una refrescante ducha. Abrió la regadera y dejó caer una suave lluvia que acariciaba su piel blanca, la cual recorrió su cuerpo por varios minutos produciendo un relajamiento corporal. Una suave melodía entró por la ventana y traía en sus notas la canción “Domingo triste”, interpretada por la cantante de jazz Billie Holiday, la cual ocasionó muchos suicidios en Hungría y Estados Unidos, y fue prohibida: “Es un domingo triste / mis horas sin sueño / queridas son las sombras / incontables con las que vivo / Las florecillas blancas / nunca te despertarán / no podrás en ese carruaje negro / de tristeza que te ha llevado / los ángeles no piensan / traerte nunca de vuelta / ¿se enfadarían / sí decido unirme a ti”… De repente cerró la llave y se quedó pensativo: “Creo en la salvación de la humanidad, en el porvenir del cianuro. Cuando se sabe de manera absoluta que todo es irreal, no tiene ningún sentido fatigarse para demostrarlo. La razón es una puta que sobrevive mediante la simulación, la versatilidad y la desvergüenza. Mi misión es matar el tiempo, y la del tiempo es matarme a mí. La vida es etérea y fúnebre como el suicidio de una mariposa”. “Dios mío, vienen a mi mente los aforismos de Ciorán”―pensó. “Y ahora, ¿por qué invoco a Dios? Hace tiempo que me estoy alejando de él, aunque hago esfuerzos por seguir el camino que me trazaron mis padres y abuelos en la senda del catolicismo, pero el materialismo me entra por todos los poros y recuerdo lo que dijo el sacerdote en la imposición de la cruz en el miércoles de ceniza: “Polvo eres y en polvo te has de convertir”―meditó. “Definitivamente estos pensamientos que invaden mi alma son por alguna razón y más bien creo, que hoy tengo una cita con alguien”―recordó. En un acto mecánico abrió el estuche negro y sacó de allí un reluciente revólver color negro y apuntó en la sien derecha y cuando iba a disparar, pensó en Ciorán: “Sólo Dios tiene el privilegio de abandonarnos. Los hombres únicamente pueden fallarnos”. Y sin volver a pensarlo, envolvió su revólver 38 corto en la toalla húmeda y disparó.
La esposa que aún no se había levantado, escuchó un ruido sordo en el baño y pensó lo peor. Gritaba como loca, pero nadie la escuchaba porque recientemente le habían hecho una traqueostomía, y su voz salía como un suave resuello por la garganta que apenas le llegaba hasta el pecho, entonces, como pudo salió rengueando para abrir la puerta del baño, pero sus escasas fuerzas no pudieron y se dirigió a la puerta del apartamento, y con sus puños la golpeaba insistentemente intentando hacer un escándalo que llamara la atención de sus vecinos para que vinieran en su auxilio. Al rato acudieron a su llamado varios vecinos, pero no podían entrar porque la puerta tenía llave. El tiempo pasaba muy lento, la angustia se apoderaba de todos y el calor se apoderaba de los parroquianos hasta que alguien gritó: “Llamen a un cerrajero”. Cada vez se arremolinaban más vecinos: el portero, el jardinero, la junta administradora de la unidad residencial y amas de casa.
― ¿Qué pasa aquí?―preguntó alguien
―Parece que a la señora de la casa el marido le dio una “pela” y la dejó prisionera ―respondió otro
― ¿Y no sería que ella mató su esposo? Pues yo sentí un ruido como cuando explota una papeleta―agregó un vecino.
―Yo más bien creo que al señor le dio un infarto o algo parecido, pues ellos se tenían gran estimación y eran muy afectuosos―dijo Amparo, una vecina contigua al apartamento.
Al rato de estar analizando la situación llegó el cerrajero y con un taladro rompió la chapa y todos los curiosos pudieron entrar, y la esposa señaló hacia el baño, a donde se dirigieron varios hombres que al final rompieron la puerta de plástico y vieron que en el piso había una persona. Entre dos personas sacaron al hombre hacia la sala.
―Cubran su desnudez con esta manta―dijo alguien
―Por Dios, esto es un infarto. Llamen a bomberos por una ambulancia ―dijo Amparo
―Doña Amparo, eso es un derrame cerebral, miren que tiene un brazo paralizado―agregó una vecina
―Yo creo que se le bajó la tensión; miren como está de pálido. Hagámosle una tizana ―Acotó otro solícito vecino.
Los vecinos y curiosos estaban desmenuzando cada una de las teorías para interpretar qué había sucedido cuando repentinamente irrumpió un comando de la policía que había sido llamado por una vecina que dijo haber escuchado varios disparos en esa vivienda y que ella presumía que eran ladrones porque había visto unas personas mal encaradas corriendo por los alrededores, lo cual le pareció muy sospechoso.
― ¿Qué pasó aquí?―preguntó un oficial de la policía
―Parece que al señor le dio un infarto―dijo Amparo
―Este señor está muerto― dijo un agente después de tomarle el pulso
―Mi capitán, parece que ha sido asesinado, porque hay un orifico en la sien derecha ―dijo un agente de criminalística.
La concurrencia que allí se encontraba no recibió con agrado las palabras del oficial y un pesado silencio invadió el lugar; todos se querían desaparecer; nadie quería hablar ni mirar a la policía, pues pensaron que cosas muy graves podrían suceder.
― ¿Dónde encontraron el cadáver?―preguntó el Capitán
―En el baño y lo sacamos hasta la sala―respondieron los vecinos.
―Todos son sospechosos de asesinato y cómplices, pues tenemos un cadáver y una escena del crimen que ha sido alterada―dijo el Capitán.
El Capitán dio las ordenes necesarias y se llevó a la esposa del muerto y a los vecinos rumbo a la estación de policía en calidad de detenidos, y antes de salir dijo a varios agentes: “Revisen la casa de cabo a rabo a ver si encuentran el arma homicida”.
Los vecinos estaban muy encolerizados porque ese procedimiento lo consideraban un atropello, pues ellos llegaron al apartamento a prestar un auxilio, y no a que los trataran de esa forma tan desconsiderada.
Doña Amparo era las más afectada emocionalmente, pues se consideraba una buena vecina y nunca creyó que algo parecido hubiera ocurrido en sus narices. En la estación les tomaron indagatoria, fueron reseñados, les tomaron las huellas digitales, y los enviaron al calabozo. “Hasta que se investigue bien que sucedió en esa vivienda, el personal queda detenido”―dijo el Capitán.
Un investigador de criminalística llegó a medianoche a la estación y se dirigió a la oficina de su jefe.
―Encontramos el revólver, estaba tapado con los pliegues de la cortina en el baño, ya cotejamos las huellas de los detenidos con las que hay en el arma y no coincide ninguna, además, las huellas dactilares del muerto coinciden con las huellas en el arma ; con esa misma arma, se suicidó el hermano del muerto.
― ¿Qué más encontraron?
―Hallamos una carta en la mesa del comedor. Aquí la tiene.
“Querida esposa: Busca la explicación de mi muerte en el libro de E. M. Ciorán: Encuentros con el suicidio:
“No se mata uno más que si, por algunos lados, se ha estado siempre fuera de todo. Se trata de una inapropiación original de la que no se puede no ser consciente. Quien está llamado a matarse, no pertenece más que por accidente a este mundo; no depende, en el fondo, de ningún mundo. No se está predispuesto, sino predestinado al suicidio, se está abocado a él antes de toda decepción, antes de toda experiencia: la dicha impulsa a él tanto como la desdicha, incluso impulsa más, ya que, amorfa, improbable, exige un esfuerzo de adaptación extenuado, mientras que la desdicha ofrece la seguridad y el rigor de un rito. Hay noches en las que el porvenir queda abolido, en las que de todos sus instantes sólo subsiste aquel que elegiremos para dejar de ser. «Estoy harto de ser yo», se repite cuando aspira uno a huir de sí mismo; y cuando uno se huye irrevocablemente, la ironía quiere que se cometa un acto en el que se encuentra uno de nuevo, en el que de repente se llega a ser totalmente uno mismo.
En esa fatalidad a la que se quiso escapar se cae de nuevo en el instante en que se mata uno, pues el suicidio no es más que el triunfo, más que la fiesta de esa fatalidad”. Lee el libro. Adiós mi linda esposa”―leyó detenidamente el Capitán. “Con el arma del suicida, ya se había matado su hermano. Son las energías negativas que se transmiten a través del aire. Ese revólver está maldito, ni manera de dejarlo para mi uso, de pronto me vienen malas ideas”― pensó el Capitán. “Sargento, el muerto era un filósofo. Suelten a los detenidos de Chiminangos, el caso ya está esclarecido”―dijo el Capitán.
|