Rahula de Kapilavastu avanzaba a paso lento al lado de Arístides, el anciano encargado del Recinto. Casi no le ponía atención al individuo regordete y encorvado por la Ciencia, que le señalaba con el dedo abatido de perlesía las distintas secciones de la sala principal del lugar.
Rahula había cumplido en su edad adulta el que para muchos sólo sería un sueño irrealizable: el ingresar al centro neural del conocimiento humano: La Biblioteca de Alejandría.
Rahula no sólo había nacido en la tierra sagrada del Buddha, sino que ostentaba el nombre del hijo del Tathágata: Rahula o Vínculo; y se hallaba tan inmerso en el Óctuple Camino como un elefante restringido por la densidad de su piel. Por lo tanto se podría decir que era un sabio enfocado en la supresión de la insatisfacción quintaesencial del hombre o Dukkha.
Había llevado como obsequio a la Biblioteca un ejemplar completo en sánscrito, y traducido por él al griego, del Quinto Veda o Natyasastra, donde se daba cuenta de los elementos fundamentales del Teatro hasta la exasperación. El Natyasastra no dejaba de pormenorizar ni siquiera la manera de construir los escenarios o la tipología de las formas de hablar y los matices del monólogo Bhana, o del Rasa: especificidad del sentimiento humano enfocado en la representación estética.
Además había incluido por cuenta propia una traducción directa del pali de los sutras del Dhammapada, joya del Tripitaka, donde se abordaba la Virtud en tanto ley cardinal de la vida.
El viejo Arístides terminó su perorata y llamó a un esclavo para que condujera al muchacho a su alojamiento; pero Rahula se encontraba arrobado ante el enorme icono de Alejandro al lado de Serapis, por lo que Arístides tuvo que jalarle un extremo de la túnica para llamar su atención.
Arístides estaba acostumbrado a ese tipo de reacciones tanto en los visitantes fenicios, griegos, nubios, iberos… como en los estudiosos que a diario atiborraban las salas de investigación y el comedor central, donde el flujo de ideas generaba la energía necesaria para salir con la voluntad renovada y dispuesta a reinsertarse en los abismos de los pergaminos.
Arístides recordaba sus años mozos, cuando lo atormentaba la idea de que no le bastarían ochenta vidas naturales para sondear las vastas entrañas de los miles de libros del recinto de las Musas; o tan siquiera del Serapeion.
Sin embargo se requirió del paso de mucho tiempo para que adquiriera la cualidad más importante del sabio: la humildad. Ya no ansiaba acercarse al escrutinio de las estrellas o de las tierras remotas, ni siquiera sondear el absorbente estudio de la biología humana. Le bastaba con centrarse en su labor: la clasificación de las miríadas de coleópteros cuyas características irrepetibles y hábitos analizaba durante semanas.
No lo atormentaba el que nunca accedería a las cientos de obras de los poetas trágicos, recluidas en estantes interdictos; ni siquiera la certidumbre de que el manuscrito de Rahula sobre los vericuetos teatrales desbordaba sus posibilidades reales de lectura.
Rahula volteó hacia Arístides, con el brillo joven en los ojos y una emoción apenas contenida. Arístides pensó que en el ocaso de sus días no precisaba más conocimiento que esos instantes intransferibles en que atestiguaba la emoción humana, semilla real de la sabiduría.
Ya vendría el tiempo en que Rahula se consubstanciara con los papiros para germinar conceptos desbordantes en su mente abierta, pensó Arístides, por lo que despidió al esclavo y le pidió a Rahula que lo acompañara a comer para renovar las fuerzas perdidas durante el extenso viaje por el Mare Erythraeum.
Apuró el paso ante la inminente visita de un joven llegado hacía poco. Se decía que venía sólo unos meses con el fin de acercarse a los intelectos más preclaros del mundo y que traía como obsequio unos extractos de las Escrituras hebreas donde cuestionaba preceptos inveterados de la ley mosaica. Algo interesante tendría ese Jeoshua de Nazareth, pensó Arístides.
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