Emborracharse en un mar de voces. Dejar que el licor haga su efecto y temer el craving por una birome. Un bolígrafo. En la tierra donde se mezclan las voces de canciones, de sonidos del tiempo. El tiempo habita entre las paredes. Hay que dejarlo que venga. A veces el licor...
Los chillidos de las chicas ayudan también. Se sientan a la mesa y se saludan como si hiciera siglos que no se ven. Hablan extranjero: "I know...". Se vieron hace pocas horas en el hostel o ayer, pero hoy abrazos besos y chillidos.
El cuerpo pesa.
Los gringos siempre saben qué hacer. Yo pedí cerveza a un mozo de buzo negro; negro el mozo y negro el buzo. El mozo sabía lo que los gringos iban a pedir.
No los llaman "gringos" acá. El ambiente se pone "guiri": esa es la palabra para los extranjeros que osan inundar de euros la economía ajena. Otras de sus características es “tener tecnología, dejar q se las roben y comprar más tecnología”. Gritan, en su lengua, esa lengua que molesta.
(Si me preguntan por aparatos, los que acá más se le parecen son los orientales. Ellos también tienen tecnología pero a la noche uno no los encuentra. Tendrán sus ocupaciones siniestras que entretienen sus noches y los hacen menos molestos. Política pienso. El ojo en almendra.)
Digo que el negro les habla en su lengua y les sirve lo que esperan y el bar empieza a hablarme.
Todos vinimos por la referencia y lo que el bar promete se revela a partir de la media noche. Hay que confiar en los sueños abandonados de otros hombres. Que anidan en las esquinas mugrientas y las paredes con sus pinturas descascaradas y espejos ennegrecidos por el tiempo. Construimos casas de cartas en las mesas. Y alimentamos nuestras almas con los desperdicios de otras épocas.
La corte que lleva el lugar es surreal. Quiero decir que de ser real no guardaría tanta coherencia con el espacio y el tiempo. Extraña armonía entre el negro que sirve, como si hubiese servido desde siempre, con sus ojeras interminables que cobran protagonismo en la noche, cuando las luces de arañas gastadas pero estoicas, comienzan a jugar con el alcohol. El que está tras la barra es un guiri de acá a la china. (verbigracia, ver párrafos superiores). El Señor de la casa es robusto y rubio, blanco, blanquísimamente Ario. Y lleva gorra que comprueba aquello que digo porque las letras me dejan. Hay un enano, como en todo circo, de buzo celeste que recorre el trayecto de la puerta a la barra ¿seguridad? También sirve tragos cuando el grandote mueve el dedo.
Se preparan para la "arremetida de los guiris": lucen por fin un español en la barra; el chico autóctono sale de la trinchera con la bandeja otrora exclusiva del negro de las ojeras.
Se anima Marbella y "yo quiero un gato, si no puedo divertirme y no puedo tener el pelo largo, quiero un gran gato que se siente en mi falda y ronronee cuando lo acaricio."
"Absintha" escucho que alguien susurra a mi oído. Posa sobre la mesa un vaso y sobre este un tenedor que hace equilibrio en el borde. Sobre este pone un terrón de azúcar y luego un chorro de agua que llueve desde detrás, por encima de mi cabeza. Comienza la magia. El terrón se va disolviendo y el licor ámbar, que hace un rato era translúcido, se vuelve opaco. No tuve tiempo de volverme, o no quise hacerlo, vi por uno de los espejos en las paredes al hombre que servía. Era el joven autóctono.
El chico se va. Quedo frente al vaso con el líquido que cobró el aspecto de un jugo de naranja. Ahora desde la barra el chico me mira: me hace un gesto de que tome. Sigo mirando la copa, desconfiada. El bar se ha ido llenando y pierdo de vista al chico. Grupos de gente se interponen.
'Aaabsinthaaahh" escucho nuevamente el murmullo en mi oído. La voz es clara. Está jugando con la palabra, una boca que moldea el aire y lo hace decir cada letra. La voz es de un hombre. Del hombre que yo sería si fuese un hombre. Un hombre de unos setenta años. Con pelo canoso, bien cortado, moderno. Una pipa en la boca.
Si, la pipa es lo que lo hace hablar así, masca la boquilla mientras repite -escucho una vez más- "naabnsinthsaaa"
Sigo mirando el vaso, ahora sé que el joven no fue el que me habló al oído. Estoy sola en una mesa en un bar que se llena de gente: dos muchachos se sientan. No noto esto, abbbshiorta en mi absentha que habla. No lo noto hasta que el más joven de ellos pregunta mi nombre. Levanto la vista del vaso. "Belén"
Digo con la voz de una mujer. La mujer que sería si lo fuese. Morocha, de unos treinta años, una voz grave pero liviana, segura, no le cuesta hacerse escuchar.
- "Podemos compartir la mesa contigo"
Hace un gesto. Con su mano morena y sus uñas rojas, la mujer indica que ya lo han hecho.
"Aaaabsintha" como un presentador de un circo, el señor repite a mi oído.
El mayor de los hombres que se sientan en la mesa mira a la mujer que tiene en frente y le pide un trago de lo que ella toma.
- "Adelante" contesto acercándole la copa con una mano arrugada, pero cuidada, a penas reseca por la edad.
("Abshinnnthha")
El muchacho más joven, que se había levantado, se acerca con dos copas más. Ambos hombres dejan las botellas de cerveza que llevaban y comienzan el ritual. Alzan las copas mientras el líquido se pone naranja y me invitan a brindar. El gusto del licor es indiscernible a causa de la alta graduación alcohólica, pero el azúcar hace que pase sin raspar la garganta. La mujer comienza a charlar animadamente con los hombres.
- "Absssshhhh..."
Pierde la fuerza la voz y mi cuerpo no está reaccionando como yo esperara.
La mujer sigue una charla infinita en que carcajadas se intercalan sin pedir permiso. La discusión gira en torno a un hecho acontecido esa tarde. Los hombres dicen que una mujer fue encontrada muerta en uno de los departamentos a una cuadra. Yo no sé nada de eso, pero asiento y comento que era rubia, que lo había leído en el diario aquella tarde. Los hombres dicen que cada tanto pasa en aquel barrio, que encuentran una mujer asesinada. Son en general las europeas que caminan por el Passeig de Gracia. Una calle donde están los locales de ropa mas caros de la ciudad. “Tiene que ver con la droga” dicen y no espacifican y yo no sé de qué están-- ¿Estamos? Hablando.
La mujer rubia que se sentaba en la mesa desde temprano se levantó y cayó al suelo. El mozo español que la había estado mirando de a ratos la vio desmoronarse entre los gritos de los guiris. No lo habían notado. Los hombres que se habían sentado más tarde se levantaron y se fueron. En la confusión el muchacho no prestó atención a que se iban con una mujer alta, morocha, de unos treinta años, que nunca había entrado al bar.
Cuando logró llegar al rincón en que debería yacer la muchacha a quien el hombre de la pipa en la boca le había indicado que sirviera un Absentha, encontró sobre su silla un gato gordo y peludo. La muchacha no estaba.
El hombre alto que había ordenado el trago llamó
- "Absintha"
El gato paró las orejas como si hubiesen estado hasta ese momento ajenas al griterío en el lugar. Se bajó de la silla y pasando por entre las piernas del muchacho que lo miraba atónito, se dirigió al lugar de donde provenía la voz que reclamaba su presencia, ronroneando.
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