LA FIESTA DEL NEGRO Y LAS FLEXIONES DE LOS CHINOS
Uno, dos, tres, cuatro…sentado en la orilla de la cama contaba las flexiones de brazos que hacía el Negro Villa. Los dos habíamos bebido bastante vino ese día, y todo había empezado con una absurda apuesta que le hice al Negro: a ver quién hacía más flexiones de brazos. Yo habré hecho unas once, el Negro paró en veinticinco. Veía subir y bajar la espalda desnuda, transpirada y oscura, negra, negra como la morcilla asada que acabábamos de morfarnos, antes de las flexiones, tratando de hacer un poco de masa en el estómago, para atemperar los efectos del alcohol. Y el Negro seguía dándole a las flexiones y yo como un boludo contándolas, se las contaba en voz alta…doce…trece…catorce, sentado en la cama y con un vaso de vino en una mano y un pucho en la otra; vino en caja, vino blanco puro, vino barato. Sentado contando las flexiones que hacía el Negro, en una noche de sábado, y ya eran como las doce. Desde afuera venían los ruidos, los sabores, los aromas que dan vida al Bajo y su gente. Voces de las orillas de la gran ciudad. Ruidos de motores y bocinas de autos y motos, la insoportable mezcla de cumbias que provienen vaya a saber uno de dónde, el humo de las parrillas de los choripanes, las voces fuertes y canallas de los que están sentados en los bares tomando cerveza antes de partir al baile, que vociferan agrediendo a los putos y travestis que pasan cerca, las putas trabajando a la vuelta, unos chicos muy chicos le dan a la bolsita del poxirrán y otros chicos muy chiquitos pasan ofreciendo tarjetitas de colores, caramelos y otras chucherías, mientras que unos perros se masacran en la vía muerta del ferrocarril…es el Bajo de la ciudad…y yo en la pensión que alquilaba el Negro por esa zona contándole sus flexiones de brazos.
Porque si en todo Tucumán existía una pensión de porquería, esa era la pensión que alquilaba el Negro. “Dale Negro, está bien, ya me has ganado, andá a bañarte y vamos a esa joda de los chinos.” Y de pronto el Negro se incorpora de un salto y dice “listo, veinticinco”, y esa transpirada espalda negra deja de subir y bajar. Veinticinco flexiones de brazos, que no son pavada para el que tuvo chupando casi todo el día.
“Bueno Colo, aguantá un cacho, ya vamos. Me pego un baño y vamos.” Sacó un toallón y un calzoncillo de un cajón del ropero y se fue al baño.
Tuvo suerte, estaba desocupado. Era un baño de pensión compartido con otros pensionistas. Yo mientras tanto, me acababa el resto de vino blanco que quedaba en las cajas que compramos en el súper.
Ya eran pasadas la una y el Negro no salía del baño, y yo pensaba en ella, mientras tomaba vino y fumaba. Pero ella sólo estaba en mis pensamientos, nada más, como siempre lo estuvo. En eso entra a la pieza el Negro. Se viste, se perfuma y se peina sus endiablados rulos. Todo sucedía en aquella habitación de pensión, una sola pieza por cincuenta pesos por mes, guita que era enviada religiosamente por encomienda todos los meses, junto con una caja que traía yerba, fideos y otras mercaderías, desde Chicoana, Salta, por los laboriosos y generosos padres del Negro, si hasta hojas de coca creo que le enviaban, y todo para que el hijito no se muera de hambre. Negro vago y borracho. Hacía ya doce años que mentía que estudiaba, cuando en realidad sólo se inscribía en la facultad y rendía una o dos materias por año, en Letras. Los cincuenta mangos que le enviaban no le alcanzaban para nada, sólo para pagar la pensión y que lo demás él se la rebusque, como pueda, haciendo lo que pueda. Los que rodeábamos al Negro por esa época sabíamos de qué manera se la rebuscaba, y él también sabía que nosotros sabíamos, así como también lo sabía la cana que un día lo apretó para que se deje de hacer el boludo, para demostrarle que ellos sabían lo que él hacía, y que tenga cuidado, y que deje de hacerlo. En fin,…Lo cierto es que el Negro, ya sea gracias a lo que sus viejos le mandaban o por los frutos de la ilícita actividad que llevaba adelante, vivía y se bancaba jodas y “estudios”, como él decía. “¿Che, Colo, tenés plata vos?” “Si, Negro, dale, vamos.”
La fiesta era organizada por los chinos. Llegamos con el Negro y ya eran más de la una y todavía no había llegado mucha gente. Sólo había chinos conocidos por todos. No se trataba de baile solamente, sino que era cena-baile, con el propósito de festejar el aniversario número no sé cuántos de la Revolución China, y, de paso cañazo, recaudar fondos para la próxima campaña política del partido. Yo de todo eso no sabía nada, ahí en el lugar me enteré de todo. Al Negro lo habían invitado por medio de dos tarjetas, una para él y otra para un acompañante, y, como no consiguió una mujer que lo acompañe, me llevó a mí, que tampoco tenía quién me acompañe aquella noche. El lugar elegido para la cena-baile era el Sindicato de Ferroviarios, que quedaba por la calle Moreno, y yo me quería ir de entrada no más. “No, esperá Colo, ya que estamos aquí, nos quedemos boludo.” En realidad, me sentía un sapo de otro pozo, aunque veía algunas caras conocidas y simpáticas, por ejemplo, en una mesa se encontraba el Soldado Chamamé… ¡¿Qué hacía en una fiesta del Partido Comunista Revolucionario el Soldado Chamamé!?
El Chamamé trabajaba como no docente en la facultad, como personal auxiliar y estaba solo en una mesa, y ya medio borracho, más que medio. Optamos por sentarnos con él. Mejor dicho, me senté junto a él, porque el Negro bien entramos se dedicó a “alcahuetear” a las minitas que, a decir verdad, lo trataban como un payaso, y el Negro chocho con ese trato recibido. Era su manera de llegar a las minas. Mientras, con el Soldado bebíamos cerveza. Pagaba una él y otra yo, porque era cena-baile, pero a la bebida las tenías que pagar. El Soldado parecía contento de verme, el perro me movía la cola; en realidad, creo que llegué justo para quitarle ese sentimiento de incomodidad que se siente cuando uno está sentado solo en una mesa, de estar tomando solo y de no tener, como los demás, alguien con quien compartir; los jerarcas del partido habían ido con sus mujeres, las mandamases chinas estaban relucientes junto a sus hombres.
Mientras se comía y bebía opíparamente, un tipo con una barba larga y prolija y con un micrófono en mano hablaba sobre la importancia de recordar la Revolución China, y más aún en un país tan injusto socialmente como el nuestro. Como respuesta a sus palabras, el señor que hablaba recibió fuertes aplausos. Nosotros pedimos otra cerveza. En realidad, tuve que pararme y cruzar toda la pista de baile para llegar a la cantina y pedir una cerveza. La plata me la había dado el Soldado, que, desde donde yo estaba parado, se lo veía ya medio ladeado, muy borracho. Mientras tanto, el Negro seguía haciendo de las suyas, es decir, cumplía a la perfección el papel de payaso que divertía a las chicas “progres” chinas. A él eso le gustaba, era su juego.
La milonga había ingresado en su punto caliente y la cumbia hacía arder los parlantes. El volumen altísimo no dejaba lugar para la charla. Y en medio de la pista se lo podía ver al Negro bailando con todas y con ninguna mujer a la vez; aunque parecía que su pareja “estable”, digamos, en ese momento, era una veterana que a decir verdad era feísima. A todo esto, se acercó a nuestra mesa el Joni Almirón, bibliotecario y delegado gremial del estamento no docente de la facultad. Ahí deduje que fue el Joni el que había invitado al Chamamé a la fiesta. El Joni me saludó dándome un apretón de manos y con una expresión en su rostro, que no pudo disimular, de sorpresa por mi presencia peronista en fiesta tan comunista y tan revolucionaria. No tuve tiempo de explicarle nada, ya que unas chicas muy monas se lo llevaron a bailar, así como en las fiestas familiares las sobrinas lo sacan a bailar al tío más piola. “Colo, tomá, andá a comprar otra cerveza, yo voy a sacar a bailar”…me dijo el Soldado, estirándome dos pesos, de parado, en pié, aunque agarrándose al espaldar de la silla intentando evitar el ladeo que produce la borrachera. Escupía al hablar.
Cuando regresé a la mesa se me acercó un señor. De mala manera, me agarró del brazo y me preguntó si yo era amigo del “borracho ese”, señalándolo al Soldado con el mentón. De la misma mala manera con la que él me agarró el brazo, yo me solté y plantándome frente a frente le dije que sí: “¿Qué pasa con él?”, agregué. “Llevátelo a la mierda, hacéme el favor, está molestando demasiado a la gente.” O sea, el único trabajador en serio de toda la concurrencia en la fiesta, molestaba a los organizadores comunistas, molestaba con su presencia, con su borrachera y con sus uñas mugrientas a la gente del Partido Comunista Revolucionario. Y ahí comenzó el escándalo. Yo me paré a un costado, tranquilo, a tomar cerveza. Escuché gritar a un señor flaco con barba blanca: “¡Eh, Joni, vos lo has invitado, hacéte cargo del coso ese entonces!”. Y vi al Joni poner cara como de haberse mandado una cagada grande, para luego ir y agarrar del brazo al Soldado y sacarlo de la pista de baile, del medio del quilombo. Chamamé, mientras era sacado como un delincuente, iba vociferando amenazas de una posible paliza a todos. El baile lo había mareado más al pobre, y en ese vaivén de movimientos se produjo la hecatombe. Le había rozado con su mano rústica y grosera, rozado nada más y sin querer, bah, no sé si fue sin querer, el culo a una vieja. Para qué. Escándalo. Degenerado de mierda. El esposo de la señora afectada por el roce, del cual se esperaba una reacción violenta en pos de defender el honor de su mujer, se cagaba de risa en su silla. Estaba borracho también. Entonces era la veterana la que juraba estropear, más todavía, a fuerza de cachetadas y uñas filosas, el rostro del Soldado. El Joni Almirón finalmente logró calmar los ánimos sacándolo al Chamamé a la calle; le dio dos pesos para el remís y listo, asunto terminado.
Ya calmado el ambiente, yo comencé a buscar al Negro. La verdad era que me quería ir de ahí. Pero al Negro no lo veía por ningún lado. Le pregunté a una chica que un rato antes la había visto festejando sus payasadas, si no lo había visto. Se fue al baño, me dijo. Fui al baño y la escena que ahí encontré fue realmente patética, aunque encajaba con los antecedentes y rumores que se vertían sobre la vida privada del Negro y de cómo este se ganaba la vida. En medio de los inmundos sanitarios estaba sodomizando a un joven chino. Ambos me vieron, pero no por eso abandonaron su faena, es más, ni siquiera se inmutaron con mi presencia. Me di la vuelta y salí, dejé que el Negro haga su trabajo tranquilo.
En el salón de la fiesta, el baile continuaba. A la señora que el Soldado le había tocado la cola la vi apaciguar su bronca sentada comiéndose un choripán; a la par estaba su esposo cabeceando del sueño y la borrachera. La mesa que un rato antes del quilombo ocupábamos con el Chamamé, ahora estaba siendo ocupada por un grupito de jóvenes chinos que tomaban cerveza y gritaban para conversar.
La fiesta terminó a eso de las cinco de la mañana, o por lo menos a esa hora el grueso de la gente comenzó a retirarse. A mi casa yo llegué como a las nueve, ya con el sol arriba. Sucedió que decidí hacerle el aguante al Negro y no dejarlo solo. La seguimos en un bar de la avenida Avellaneda. Ahí consumimos cuatro cervezas, dos milanesas y pusimos varias monedas a la fonola. La música cuartetera de Rodrigo invitaba a beber más. Pagamos cerca de veinte pesos. Era el fruto del trabajo del Negro esa noche.
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