Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida. Desde la ventana ve caer los goterones que empapan la calle, el nivel del agua ha subido hasta desbordar el desagüe. Abre la compuerta del jardín y mientras empuja, cerca a un matorral seco y desigual ve un caracol. Lo recubre un vistoso caparazón marrón con pequeñas pecas que siguen las líneas hasta su centro. Hay otros 5 aferrados a un tronco y mientras alcanza la cocina ve más de 15 entre los charcos de agua. Un escalofrío le recorre la espalda y acompasa su corazón con el avance irregular del caracol. Apura el paso y vuelve con la sal. Al primer contacto, los caracoles se acurrucan encogiendo las poderosas fibras de su cuerpo contra el caparazón, despidiendo un grito inconfundible de agonía. El sonido, aunque lejano, sigue palpitando en su cerebro mientras la vida abandona los coloridos caparazones. Parecen salir del aire y se queda sin sal. Cuando vuelve del mercado hay tantos caracoles que los matorrales son una masa deforme y retorcida. Pero la lluvia ha cesado y por la proximidad del sol abandonan la superficie. Logra alcanzar unos cuántos, la tierra húmeda esconde los demás. Excava con desespero, los saca entre raíces y maleza, llena el patio de sal y siente los gritos en coro de mil y un caparazones. Los que logran escapar se adhieren a su piel que también está húmeda, huyen de la sal escondiéndose en los resquicios de su cuerpo. Siente la fortaleza de sus cuerpos babosos, el eco de las gotas ahoga su ahora incesante grito y pierde la consciencia entre la dulzura del veneno.