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Berincho, trashumante de corazón, jamás tuvo vivienda alguna, ya que su casa era el cada día, esos caminos de diversa índole, pero siempre propicios para recorrer el mundo. El hombre, ya pasada la cincuentena, alojaba en esa época en una residencial en la que también residían un trompetista y un empleado de pompas fúnebres. El primero era un señor regordete, de gesto afable y que siempre andaba con un agónico pitillo sobre sus labios gruesos, resabio este del hecho de soplar durante tantos años su querido instrumento.

El funebrero era un hombre delgado y de baja estatura, su nariz aguileña le confería el aspecto de un ave de rapiña, pero su cordialidad aventaba cualquier predicción, porque era un ser muy comunicativo, alegre y de risa fácil. Vaya uno a saber si esa era una condición natural suya o sólo una virtud adquirida para contraponer su diario contacto con la muerte.

Los domingos, los tres hombres se sentaban en el pequeño patio para compartir cuitas. El trompetista narraba sus experiencias, la gente célebre que había conocido y alguna que otra anécdota que desgranaba con estilo pausado, tal si el jazz se le hubiese adosado al lenguaje y ya fuese cosa imposible deshacerse de sus lánguidos compases.

-“El presidente aquel era un mujeriego. No había noche que no apareciera con una mina nueva. Una de sus características era pedir champaña y caviar, acaso acostumbrado por las continuas recepciones oficiales de su mandato. Luego, enviaba un sobre que era entregado al director de orquesta. Allí solicitaba que tocáramos tal o cual tema, lo que para nosotros significaba un aprieto, ya que casi siempre era un tema que no habíamos ensayado. Lo mejor de todo, era el dinero que contenía el sobre, casi un sueldo completo para cada uno. Así que tocábamos felices, ya sin preocuparnos de nada, pues es sabido que el dinero le pone alas a cualquier hombre, sobre todo a un músico inspirado, con una que otra copita en el buche”.

Esta narración demoraba casi lo mismo que un tema de jazz, pero los otros la escuchaban con agrado. Total, era domingo, ese día de porquería en que nada comienza sino todo parece irse recogiendo ante la embestida de un nuevo lunes.

Berincho contaba de sus viajes, de sus peripecias de Quintín el aventurero y de sus penas, que fueron un poco el tributo para su pie suelto.

El funebrero, llamado Nicolás, sonreía para sus adentros, puesto que sus historias siempre tenían ese sello escalofriante, en que uno no sabe si creer o no cosa tan espantosa.
“Una noche nos fueron a dejar a un muertito que medía como dos metros. Los deudos nos rogaron que le buscáramos una urna adecuada y partieron a realizar otras diligencias. El compromiso era que fuéramos a dejar el féretro a la iglesia de Los Sacramentinos, al otro lado de la ciudad. Por más que buscamos una urna que nos sirviera, se nos hacía imposible encajar al finado adentro. Aparte de tieso, si tratábamos de meterlo, se le doblaba la cabeza. Entonces, don Enrique y yo nos miramos y pareciera que la mismíta ampolleta se nos iluminó a ambos en la cabeza, pues convinimos que llevaríamos el muertito a donde don Efraín, el carnicero de dos cuadras más abajo. Así lo hicimos: colocamos al finado dentro del coche y partimos para allá”.

Aquí, Nicolás se pegó una larga piteada y se quedó mirando sonriente a los otros dos.
“¿Y qué pasó?”, preguntó don Ramón, el trompetista.
“Puchas que tiene poca imaginación usted”
“No me va a decir que lo vendieron al kilo y sólo conservaron la cabeza”, terció el trashumante.
“No sea morboso pos oiga, ¡mire que lo íbamos a comerciar al pobre caballero!”
“Cuente entonces que fue lo que pasó”.
“Pues bien, el carnicero se puso nervioso al ver al finado tan tieso y más aún cuando le pedimos que hiciera lo que se nos había ocurrido. ¨¡Por ningún motivo iñor! ¿No ve que pueden llevarme preso por hacer lo que me piden?”
“Pero cuando le mostramos un par de billetes grandes, se le acabaron de un viaje todas las aprensiones y cumplió a las mil maravillas con nuestra petición”
“¿Le cortaron las piernas?” preguntó azorado don Ramón.
“Usted lo dijo, no yo”, respondió con tono misterioso el funebrero.
La verdad es que los oyentes no creyeron nada la narración, pero como tenía elementos intrigantes, no les dejó de gustar.

“Adivinen qué es lo que ando trayendo en esa maleta”, rubricó Nicolás, mirando con expresión de avezado jugador de póker a sus interlocutores. Les doy cincuenta cachos al que atine.
Ninguno se atrevió decir lo que estaban pensando, si bien, según su parecer, lo que el funebrero contaba, al parecer eran puras mentiras. Pero, al final de cuentas, nunca se sabe. Trompetista y trashumante, partieron a dar una vuelta, mientras una tenebrosa idea les daba vuelta en sus cabezas.












Texto agregado el 14-03-2014, y leído por 48 visitantes. (0 votos)


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