LA SONRISA DEL MENDIGO
Todos los días, al salir del trabajo, me dirijo a casa andando. En una esquina estratégica, un mendigo que siempre me llama mucho la atención lleva una larga barba, harapientos como vestido y un eterno cigarro puro colgando de su boca. Muchas de las veces que paso, veo gente con él. Bien lo están retratando o bien lo fotografían. Él, muy paciente, se deja hacer. Siempre sonriente, escuda a todo el que quiera hablar con él. Cada vez que paso, le saludo. Él, muy educadamente, me lo devuelve. Algún día me armaré de valor y hablaré con él. Me voy acercando, el anciano vagabundo se sonríe, parece que me estuviera esperando. Abre su gran boca y una hilera de dientes negros y podridos asoman por la misma.
Me presento y empezamos a hablar.
—Buenos días, señor, siempre paso por aquí viéndole tan feliz y sonriente.
A su vez, el viejo asentía cada una de mis palabras con movimientos de cabeza.
Yo seguí hablado.
—No comprendo cómo usted, un vagabundo, siempre esté rodeado de gente, constantemente riendo cuando la verdad no tiene donde caerse muerto y que veo que no tiene absolutamente nada.
—¡Cómo que no tengo nada! Tengo amigos, libertad, como todos los días y, de vez en cuando, alguna que otra aventura amorosa. Ahora dígame, joven, ¿qué tiene usted?
Nuestras miradas se cruzaron, por mi cabeza pasaron, como un relámpago, mil pensamientos. En mi mente, se formó una hipoteca a 30 años, recibos impuestos, broncas con mis hijos, mi mujer que siempre, en el momento más oportuno, o tiene la regla o le duele la cabeza. Al viejo vagabundo no le hizo falta que él dijera nada. Me miró moviendo la cabeza de un lado a otro y con la mano me dio una palmada en la espalda.
FIN.
J.M. MARTÍNEZ PEDRÓS.
Todas las obras están registradas.
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