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De la llegada de la muerte
Cuando ya Tama-eiki hubo sacado a la superficie varias tierras donde pudieron establecerse los hombres pensó en cierta ocasión algo que no se le había ocurrido al principio: los hombres seguían multiplicándose y al final, por mucho que emergieran tierras nuevas, acabarían de nuevo completamente ocupadas y sin espacio libre. Y volvería el caos y la violencia sin fin en que se habían sumido ya una vez a causa de la promiscuidad.
Eso fue lo que le dijo a Fusi cuando fue a pedir de nuevo su anzuelo. Sí que quedaban pedazos de Aroba sumergidos pero ya no eran tantos, contestó entonces Fusi. Y le hizo notar que emergerlos solo retrasaría el problema, pero no lo arreglaría. A Tama-eiki se le ocurrió entonces que había hecho al hombre de un material equivocado. Debería haberlo hecho de algo que no ocupara espacio. Eso es el espíritu dijo entonces la mujer de Fusi, a quién este había perdonado. El mismo Fusi iba a reprenderla, pero Tama-eiki creyó que había tenido una buena idea. Le preguntó a la mujer dónde encontrar ese material, pero ni ella ni Fusi supieron decirle. Sabían que existía, pero eso era todo.
Tama-eiki siguió preguntando. Preguntando y preguntando, el Rey Tiburón le dijo que la que lo tenía era Puna, que vivía en el Inframundo y custodiaba el árbol que producía el espíritu.
Tama-eiki no conocía el camino del Inframundo y preguntó a las gaviotas. Ellas le dijeron que sí que podían guiarle, aunque el lugar al que iban no les gustaba. Y Puna les gustaba aún menos. Pero cedieron a las súplicas de Tama-eiki y partieron seguidas por la canoa del dios.
A medio camino del Inframundo, cuando ya el mar adquiría un extraño color sombrío y el cielo parecía nublado sin nubes, emergió frente a la canoa de Tama-eiki el Gran Pez Antiguo, que le profetizó que si proseguía su camino, se iba a abatir una gran desgracia sobre la tierra. Tama-eiki le explicó entonces su problema y el Gran Pez admitió que no podía darle una alternativa. Antes de volver a sus profundidades que casi nunca abandona, el Gran Pez le dio un último consejo: que tuviera mucho, muchísimo cuidado a la hora de negociar con Puna.
Al fin, Tama-eiki llegó a la costa del Inframundo, y Puna salió a recibirle. No era atractiva como mujer, y muchos la hubieran calificado directamente de fea. Tama-eiki es y siempre fue un gran seductor, pero pronto comprobó que esta iba a ser dura de pelar. Cuando le explicó su problema, Puna dijo:
-¿Y por qué no los destruyes? Son obra tuya. Si ahora molestan, esa es la solución.
-A mí no me molestan, Puna. Me gustan. Si quisiera destruirlos no me hubiera molestado en venir hasta aquí.
-No lo entiendo. Por lo que me has hablado de ellos son mentirosos, zafios, viles… El espíritu es indestructible. ¿Crees que lo merecen?
-Bueno, algunos no. De hecho, ya he tenido que destruir alguno que era un peligro para el resto de ellos. Pero quiero conservar a los demás, que son la mayoría.
-Entonces, tráemelos. Deja que yo decida cuáles merecen perdurar.
-¿Y cómo sé que no los destruirás a todos? Acabas de sugerirlo.
- Tendrás que confiar en mi juicio. No pienso entregarte un material tan valioso.
Pasaron semanas, meses y años. Puna y Tama-eiki volvían siempre sobre los mismos puntos. La discusión se prolongaba sin llegar a ninguna parte. El problema era que ninguno acababa de creerse lo que decía el otro. No hay nadie más convincente que Tama-eiki. Pero nadie es más desconfiado que Puna. Por mucho que aquel intentó halagar, razonar, seducir, suplicar, amenazar… todo fue en vano. Ambos seguían en el mismo punto muerto.
Y con el tiempo, fue creciendo su necesidad. Tama-eiki es un seductor no un violador, pero no debemos olvidar que sin la gran lujuria del segundo nunca habría llegado a ser lo primero. Puna no era atractiva pero la abstinencia forzosa hace que cualquier plato parezca apetitoso. Lo malo era que Puna resultaba inaccesible a los anhelos de Tama-eiki. No era la primera ni sería la última. Cuando ocurría eso, Tama-eiki solía olvidarse y cambiar de objetivo a menos que pensara que la moza valía el esfuerzo. No pensaba eso sobre Puna, pero el Inframundo era entonces y ahora un lugar bastante solitario, y no se veía a nadie más por los alrededores.
Llegó un momento que ya no pudo más. Tama-eiki, aunque a menudo se olvida, es también el que trae el sueño. Así una vez que proseguía su interminable discusión con Puna, la hizo dormirse. Entonces advirtió a las gaviotas, que seguían allí a la espera de una decisión, que guardaran silencio mientras aprovechaba la ocasión para montar a Puna. Pero en ello estaba cuando a una de las gaviotas se le escapó una risita.
Puna se despertó y como iba a ser imposible explicar nada, Tama-eiki echó a correr a sabiendas que no podría resistir a la cólera de Puna. Consiguió llegar a su canoa y salir rápidamente acompañado por las gaviotas, pero oyó bien el rugido de Puna:
-¡Te acordarás de esto! ¡Ya que tanto te gustan los seres que has creado, vendrán a mí antes o después, cuando yo lo decida! ¡Me los traerán las gaviotas, por haber sido tus cómplices! ¡Entonces decidiré quién merece o no tener un espíritu inmortal!
Estas fueron las palabras que Tama-eiki escuchó en su huida del Inframundo. Desde entonces, todos los hombres mueren. Y solo nos queda confiar en que Puna sea justa con nosotros y nos dé un espíritu con el que ir al cielo o volver a ocupar otro cuerpo de carne. Por eso es malo matar a una gaviota. Puede que sea solo una gaviota. Pero quizás transporte la esencia vital de algún antepasado en su viaje al Inframundo.

De la llegada del fuego.
En cierta ocasión, Tama-eiki llegó a la conclusión que lo mejor para sus criaturas era elaborar los alimentos. La solución se la dio la Araña Primordial: el fuego que purificaba. Pero había que ir a buscarlo al Inframundo, pues estaba en posesión de Makia, la del aliento ardiente.
A Tama-eiki no le hacía ninguna gracia tener que volver al Inframundo que, por otra parte, es muy grande. ¿Cómo podía ir a buscar el fuego y volver en un tiempo razonable y, sobre todo, sin tener que toparse con Puna? La Araña Primordial le habló entonces del dios Aroba y le reveló que aunque había perdido todo su mana su conciencia seguía viva, aunque presa, dentro de la montaña de la primera tierra. A través de esa montaña se podía ver el Inframundo como el que observa las cosas desde lo alto.
Tama-eiki subió entonces a la montaña y, cuando descendía por el interior, topó con la conciencia de Aroba. Era la primera vez que Aroba veía a alguien y le agradó conversar con Tama-eiki. Sí que sabía Aroba que bajo la montaña se hallaba el Inframundo y cuando le habló de una mujer de aliento ardiente, Tama-eiki supo que estaba bien encaminado hacia su objetivo.
Tama-eiki tenía miedo de cómo fueran a recibirle, dado el resultado que había tenido su visita anterior, pero llegó hasta Makia sin tropiezos y, para su asombro, descubrió que su fama de conquistador había llegado hasta el Inframundo. Makia le dio algún trabajo, pero estaba más que dispuesta a escucharle y Tama-eiki diría después que se las había visto con otras mucho más difíciles de rendir. Durante el acto, Tama-eiki se dio cuenta que Makia procuraba besarle lo menos posible, por miedo a quemarlo según dijo ella. Pero Tama-eiki vio la oportunidad: antes de marcharse, pidió a Makia un beso de despedida en la boca. Makia se resistió, pero la lengua meliflua de Tama-eiki terminó por rendirla. Entonces Tama-eiki con disimulo se metió algo de estopa en la boca. Pero había calculado mal: apenas comenzado el beso, la estopa se incendió tan rápida y ferozmente que Tama-eiki tuvo que escupirla, provocando un gran incendio.
En la confusión resultante, Tama-eiki logró atrapar algo de ese fuego en unas piedras y unos trozos de madera. Entonces invocó la ayuda de su madre, Kava, diosa del cielo para que enviara la lluvia, que consiguió mantener el incendio controlado. Y guardándose bien las piedras y los pedazos de madera se lanzó de cabeza a la montaña de Aroba. Makia se dio cuenta entonces de lo que había pretendido y lo persiguió con su aliento ardiente, pero el dios consiguió salir sano y salvo con la semilla del fuego por la montaña de la tierra que desde entonces recibe el nombre de Aroba, el dios ancestral. También desde entonces la montaña alberga el fuego dentro de su seno igual que otras. Es el aliento que lanza Makia que aún intenta atrapar a Tama-eiki.
El dios entregó entonces el fuego a los humanos, enseñándoles como debían sacarlo de las piedras y la madera y encender leña. De su unión con Makia nacería uno de sus hijos: Tepu del que quizás algún día hablemos. Y quizás también Kiv.

Hasta aquí la Segunda Saga

Texto agregado el 12-03-2014, y leído por 126 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-04-2014 En cuanto a lo del origen del fuego, el mito que dejas sobre el volcán, y claro, los motivos por los cuales se puede hacer fuego a partir de palos y piedras, me pareció de lo más ingenioso. También me hizo gracia que llamara a su madre en un momento de apuro, algo que también me lo hizo parecer muy cercano a otros mitos. Espero ansiosa conocer las historias de Tepu y Kiv Ikalinen
01-04-2014 Sigue gustándome mucho tu manera de mezclar el vocabulario y las formas de los mitos antiguos con tu propia creación y darle esa visión. Siguen siendo esos dioses caprichosos que deambulan y se equivocan, igual que los grecoromanos y los egipción y los nórdicos y tantos otros... El mito del origen de la muerte y la pauta social sobre las gaviotas está muy bien lograda. Ikalinen
12-03-2014 Un relato muy interesante y entretenido.Espero que tengamos una tercera saga en esta aventura.UN ABRAZO. gafer
 
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